lunes, 20 de diciembre de 2010

EMMANUEL, DIOS ESTÁ CON NOSOTROS



Antes de que nazca Jesús en Belén, Mateo declara que llevará el nombre de «Emmanuel», que significa «Dios-con-nosotros». Su indicación no deja de ser sorprendente, pues no es el nombre con que Jesús fue conocido, y el evangelista lo sabe muy bien. En realidad, Mateo está ofreciendo a sus lectores la clave para acercarnos al relato que nos va a ofrecer de Jesús, viendo en su persona, en sus gestos, en su mensaje y en su vida entera el misterio de Dios compartiendo nuestra vida. Esta fe anima y sostiene a quienes seguimos a Jesús.
Dios está con nosotros. No pertenece a una religión u otra. No es propiedad de los cristianos. Tampoco de los buenos. Es de todos sus hijos e hijas. Está con los que lo invocan y con los que lo ignoran, pues habita en todo corazón humano, acompañando a cada uno en sus gozos y sus penas. Nadie vive sin su bendición.
Dios está con nosotros. No escuchamos su voz. No vemos su rostro. Su presencia humilde y discreta, cercana e íntima, nos puede pasar inadvertida. Si no ahondamos en nuestro corazón, nos parecerá que caminamos solos por la vida.
Dios está con nosotros. No grita. No fuerza a nadie. Respeta siempre. Es nuestro mejor amigo. Nos atrae hacia lo bueno, lo hermoso, lo justo. En él podemos encontrar luz humilde y fuerza vigorosa para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
Dios está con nosotros. Cuando nadie nos comprende, él nos acoge. En momentos de dolor y depresión, nos consuela. En la debilidad y la impotencia nos sostiene. Siempre nos está invitando a amar la vida, a cuidarla y hacerla siempre mejor.
Dios está con nosotros. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Y en todos está llamándonos a construir una vida más justa y fraterna, más digna para todos, empezando por los últimos.
Dios está con nosotros. Despierta nuestra responsabilidad y pone en pie nuestra dignidad. Fortalece nuestro espíritu para no terminar esclavos de cualquier ídolo. Está con nosotros salvando lo que nosotros podemos echar a perder.
Dios está con nosotros. Está en la vida y estará en la muerte. Nos acompaña cada día y nos acogerá en la hora final. También entonces estará abrazando a cada hijo o hija, rescatándonos para la vida eterna.
Dios está con nosotros. Esto es lo que celebramos los cristianos en las fiestas de Navidad: creyentes, menos creyentes, malos creyentes y casi increyentes. Esta fe sostiene nuestra esperanza y pone alegría en nuestras vidas.

Así que, como Dios está con nosotros... Feliz Navidad.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LO MÁS SAGRADO...


He hablado en este blog, muchas veces ya, del respeto al otro, de la tolerancia con los demás, del amor a los otros. Hoy daré un paso más. Quienes tenemos creencias religiosas basadas en el Evangelio, en Jesús, en la tradición cristiana, si es que pretendemos ser coherentes con tales creencias, tendríamos que tomar en serio que no basta con el “respeto” al otro. Hay que llegar hasta la “sacralización” del otro.


En la teología cristiana tenemos, entre otros, un vacío importante. El vacío de una buena teología y de una buena experiencia de “lo sagrado”, vivido cristianamente. Para el cristianismo, como para las demás religiones, “lo sagrado” es el templo, el púlpito, el estrado, las imágenes de los santos, los días sagrados, las personas consagradas. Es decir, los cristianos, como los demás hombres religiosos del mundo, hemos sacralizado cosas, objetos, cargos, en los que pensamos que encontramos a Dios y nos relacionamos con Dios. En esto, el cristianismo no ha hecho sino imitar o copiar lo que venían haciendo todas las religiones desde tiempos antiquísimos.


Pero ha llegado la hora de que los cristianos afrontemos de verdad una cuestión capital: el vacío de los templos, el poco apego que se tiene a las cosas de la religión; es la ocasión privilegiada que los “signos de los tiempos” nos sirven en bandeja, para que caigamos en la cuenta de que se está produciendo un “desplazamiento” de lo sagrado, una auténtica “metamorfosis” de lo sagrado, que no es un atentado contra la religión y contra Dios. No, no es eso.


Se trata, por el contrario, de una “recuperación” de lo sagrado en el sentido auténtico que le dio Jesús y que se encuentra en el cristianismo naciente: en los evangelios, en las cartas de Pablo, en la Iglesia primitiva.
Sabemos que Jesús dijo del templo que había sido convertido en una cueva de bandidos. Los sumos sacerdotes no aparecen nunca en los evangelios como oficiantes de lo sagrado, sino como agentes de sufrimiento y muerte. El Sanedrín vio en Jesús la más seria amenaza precisamente para el templo (Jn 11, 48). Y por eso dictó pena de muerte contra él (Jn 11, 53). En el juicio religioso, teniendo tantas cosas como los dirigentes religiosos tenían contra Jesús, la acusación suprema que hicieron para condenarle fue su ataque al templo (Mc 14, 58 par). Y lo mismo hay que decir de las burlas ante la cruz (Mt 27, 39-44 par).


Por lo demás, sabemos que Jesús le dijo a una mujer samaritana que había llegado la hora en que se acabó la adoración a Dios en este templo o en aquél. Lo que Dios quiere es la adoración “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24). Y después de la resurrección, el primer mártir, Esteban, les dijo a los dirigentes judíos que “el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas” (Hech 7, 48).


Entonces, ¿dónde está Dios? San Pablo les dijo a los cristianos de Corinto: “vosotros sois el templo de Dios” (1 Cor 3, 16-17). Más aún, el cuerpo de cada ser humano es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19). Y el mismo Jesús había dicho: “donde dos o tres se reúnen... allí estoy yo” (Mt 18, 20). Y todavía más claro: Jesús insistió en que quien “recibe” (Mt 10, 40), “acoge” (Mc 9, 37) o “escucha” (Lc 10, 16; cf. Jn 13, 20) a alguien, por pequeño que sea, es a Dios mismo a quien recibe, acoge o escucha.


Nada tiene de extraño entonces que, en el juicio final, el Señor dicte sentencia afirmando: “lo que hicisteis con uno de estos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
La cosa está clara. Jesús sacó a Dios de los sitios sagrados, lo separó de los objetos sagrados, de los tiempos sagrados, etc. Y puso a Dios en cada ser humano. De manera que lo que le hacemos a cada ser humano, es a Dios a quien se lo hacemos. Y Jesús no puso límites, ni condiciones, ni hizo separaciones. También en las cárceles está Dios: “estuve preso y fuisteis a visitarme”.


Lo que pasa es que nosotros hemos vuelto a meter a Dios en el templo, le hemos construido catedrales, iglesias, capillas de todas clases... Y nos pensamos ingenuamente que Dios está en los altares, honrado y respetado, como se merece. Cuando la verdad es que a Dios le faltamos al respeto siempre que no respetamos a alguien. Y mucho más cuando ofendemos, nos aprovechamos, robamos, matamos o simplemente le amargamos la vida a quien sea.


A Dios lo humillamos y lo torturamos todos los días, a todas horas y en todas partes.
Y que nadie me venga diciendo que esto es sacar las cosas de quicio. A no ser que, efectivamente, nos hayamos echado el alma a las espaldas y estemos realmente persuadidos de que donde mejor está Dios es metido en su templo de siempre. Porque en la calle, en la casa, en el trabajo y en el paro, en el bar y donde sea, se está mejor sin dios.


Cuando la verdad es que donde no nos gusta que esté (en cada persona), allí es donde, a ciencia cierta, está el Señor.

miércoles, 13 de octubre de 2010

LA FE Y LAS OBRAS

Continuando con las reflexiones que realizábamos en la anterior entrada (pido perdón por el excesivo tiempo que ha pasado entre aquélla y ésta...) quiero proponeros unas cuantas ideas sobre este asunto que tantos ríos de tinta (y de sangre, en muchas ocasiones...) ha hecho verter.


Muchas veces me preguntan cómo compatibilizar, en el ámbito de lo religioso, este binomio tan raro, a veces paradójico, entre fe y obras, entre Ley y Amor.

¿Se nos juzgará por la fe? Por supuesto que sí. Pero... ¿se nos juzgará por las obras? Pues creo que también... De hecho, sólo así podemos entender que los mensajes de Pablo y de Santiago, por ejemplo, no se contradigan, y no acaben produciendo en el creyente una especie de esquizofrenia espiritual.

¿Qué es más importante entonces, la fe o las obras? Cuando me plantean esta pregunta, sospecho. Lo hago porque, en el fondo, se está planteando una dicotomía inexistente en el Nuevo Testamento, del que somos herederos. La relación entre fe y obras no es disyuntiva, ni en Jesús, ni en las cartas del Nuevo Testamento, ni en la mentalidad de la iglesia primitiva. No es disyuntiva sino, al contrario, copulativa. Intentaré explicarme, porque mis amigos liberales estarán pensando que me he vuelto loco, y mis amigos legalistas se estarán frotando las manos, quizá sin razón ninguno de los dos:

Que quede bien claro: a mi entender, a la salvación sólo se puede acceder mediante la fe. Este requisito, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento significa, ante todo, adhesión, no se enfoca en la Biblia hacia verdades, o hacia dogmas, sino hacia personas. En el Antiguo, hacia el Padre. En el Nuevo, hacia Jesús de Nazareth, que asume la misión de revelarnos al verdadero Padre, cuyo único signo de carácter es el amor. Pero cuando alguien se adhiere a una persona, no lo hace a una sombra, o a una entelequia. Eso es primar el dogma, las supuestas verdades que nos parece encontrar. Adherirse a alguien es hacerlo a su forma de ser y actuar. Es abrazar su proyecto de vida, lo nuclear de su razón de ser.

Así que la fe, que nos permite descubrir el proyecto de salvación de Jesús, significa, en primer lugar, adherirnos a su proyecto, y abrazarlo hasta sus últimas consecuencias.

Pues bien... ahora soy yo el que planteo una pregunta: ¿Podemos decir que el proyecto de vida de Jesús de Nazareth, su novedad, lo nuclear de su mensaje, fue enseñar que hay que cumplir la Ley? En absoluto. Eso no era ninguna novedad. Cientos y cientos de escribas y fariseos centraban su vida en enseñar eso mismo. Lo nuclear del mensaje de Jesús, aquello en lo que se empleó a fondo, fue la compasión, que mueve a la acción a favor de los demás. Para Jesús, los frutos de la compasión era lo que demostraba que el Reino de los Cielos se ha acercado. Sentir la necesidad del otro como si fuera propia. Ese fue el proyecto de Reino de Jesús de Nazareth, y ése es el estilo de vida al que nos propone adherirnos (tener fe, dar crédito...).

Por ello, en la parábola del juicio final, Jesús se centra, de nuevo, en lo nuclear de su mensaje, en lo que ha sido su bandera durante su corto ministerio. Nadie que es incapaz de compadecerse entrará en el Reino de los Cielos. Nadie que no muestre respeto por el sufrimiento de los demás ha conocido a Dios. Quien dice amarle pero no se compadece de los pequeñitos, no tiene fe, no se ha adherido a su proyecto. El Juicio de Dios (que en la parábola es el Hijo del Hombre, es decir Él mismo) no consiste, por lo tanto, en la anotación detallada de las buenas acciones o de las faltas. Es una separación entre los que se han compadecido de los que sufren, y se han ocupado de ellos, y los que no lo han hecho.

Así que "las obras" por las que será juzgada nuestra adhesión al proyecto de Dios, que nosotros nos empeñamos, de forma inconsecuente, en contraponer a "la fe", no son ni guardar el sábado, ni no adorar ídolos, ni no comer cerdo. Todo esto está muy bien, pero no será la medida en que se verá juzgada nuestra adhesión a Dios, pues todos convendremos en que muchos que no han guardado jamás el sábado, se han postrado ante ídolos, y han comido cerdo, hacen parte del Reino de Dios. La Ley por la que, según Jesús en su parábola, son juzgados los creyentes, es la Ley de la compasión. Los que entran son los que se preocuparon y se ocuparon de los que sufren. Como dirá Juan, "Nadie que no ama puede decir que conoce a Dios, porque Dios es amor".

Por eso la fe y las obras no son disyuntivas sino copulativas. Por eso Pablo puede decir que la justificación es mediante la fe, y Santiago que la fe sin obras es muerta. No hay adhesión (fe) sin compasión (obras). La salvación proviene única y exclusivamente de la gracia de Dios. Pero nadie que se confronta con su proyecto del Reino, y se adhiere a él, puede vivir sin compasión. Si lo hace, demuestra que su adhesión no es verdadera y que, por lo tanto, no pertenece al Reino. Por consiguiente, quien no se ha adherido formalmente al Reino, quien no profesa ninguna religión, quien no ve a Dios en ningún sitio, pero vive preocupado y ocupado por el sufrimiento de los demás, se ha hecho permeable a la influencia de Dios, aun sin saberlo, y heredan el Reino preparado para ellos, según Jesús, desde la creación del mundo.

Ésta es la fe que produce obras. Obras que no buscan el trueque interesado, ni alcanzar algún tipo de justificación, sino que son la normal consecuencia de haber abrazado un proyecto de vida, del que la compasión es el eje central.

Casi podríamos decir, con Pablo y Santiago al unísono, que la salvación es mediante la fe, pero que la fe sin compasión es como si estuviese muerta...

lunes, 9 de agosto de 2010

La ley del cristiano vs. la ley de la religión infantil

SALMO 19

Al leer este salmo he sentido lo siguiente: la ley de Dios hace feliz al creyente, lo alegra, le hace suave y agradable la vida…

¿Es una broma o hay que tomárselo en serio?

¿Es fácil percibir la ley como algo que hace feliz? La sensación general que solemos tener es la contraria. ¡Qué hermosa sería la vida sin leyes!

Por eso me pregunto: ¿Es cierto que las leyes de Dios, sus mandamientos, alegran el corazón del creyente y lo hacen feliz?

Más bien parece que para ser feliz hay que librarse de la ley, aunque ésta sea divina. Toda ley coarta nuestra libertad, nos impone una obligación y una posterior sanción, nos exige una determinada forma de conducirnos… y todo esto nos irrita y nos subleva, aunque terminemos por resignarnos ante lo inevitable.

Una vez leí un texto de Gabriel Celaya que me pareció paradigmático:

“No cojas la cuchara con la mano izquierda. No pongas los codos en la mesa. Dobla bien la servilleta. Eso, para empezar. Extrae la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece. ¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes? Te pondré un cero en conducta si hablas con tu compañero. Eso, para seguir. ¿Te parece correcto que un ingeniero haga versos? La cultura es un adorno, y el negocio es el negocio. Si sigues con esa chica, te cerraremos la puerta. Eso, para vivir. No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto. No bebas. No fumes. No tosas. No respires. ¡Ay sí, no respirar! Dar el no a todos los noes. Y descansar. Morir.”

Todas estas leyes, de más está decirlo, tratan de hacernos “buenos”. Pero, ¿quién quiere ser bueno en estas condiciones? ¿No tienen razón los que prefieren cierta felicidad personal a costa de la tan mentada bondad?

También en el plano religioso sentimos algunos lo mismo. Estamos enredados en mil leyes, que han fijado con minuciosidad todo el proceder del cristiano, desde que nace hasta que muere.

¿Todo esto nos hace más felices y alegra nuestro corazón? ¿Todo esto es más sabroso que la miel, más que el jugo de los panales?

Los pastores y pastoras, para quienes el sistema legislativo aumenta considerablemente, hasta llegar a los más mínimos aspectos de su vida pública y privada, ¿son realmente felices y viven en la alegría de cumplir un código tan complejo y absorbente?

Todo esto me obliga a revisar a fondo este problema, a hacer ciertas distinciones a mi entender necesarias, preguntarme si es cierto que existe un código divino o si, más bien, lo que nos han entregado como Ley de Dios no debe significar, en el fondo, otra cosa.
Al leer el Evangelio comprendí que el problema es muy viejo, y que fue precisamente Jesús el que echó en cara a los fariseos el haber transformado la religión en un código. El capítulo 7 de Marcos es particularmente revelador. Dos aspectos me llaman particularmente la atención:

1. Marcos 7: 6-9
Cuando los fariseos le reprochan a Jesús que sus discípulos no cumplen las leyes relativas al lavado de manos antes de comer, lavado como rito de purificación, Jesús les responde:

“Vosotros abandonáis los preceptos de Dios para cumplir la tradición de los hombres”, no sin recordarles antes lo dicho por Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son sólo leyes de hombres”.

Parece, pues, que muchas de las llamadas leyes de Dios o leyes religiosas, son simplemente preceptos de los hombres que, demasiado preocupados por la defensa de sus intereses, dejan incluso a un lado la auténtica Palabra de Dios.

Por lo tanto, antes de preguntarnos si tales leyes nos hacen felices, pues tal parece ser la voluntad de Dios, tendremos que averiguar si tales leyes no son más bien el arma que algunos esgrimen para someternos con pretextos religiosos.

El Evangelio, entonces, agudiza el espíritu crítico del creyente para que en ningún caso se siente sometido ni dominado por nadie. Y no hay sometimiento más tremendo que el religioso, precisamente porque es un yugo sutil y velado o, mejor, enmascarado.

2. Marcos 7: 14,15
Poco después dijo Jesús a los que lo seguían: “Oídme todos, y entended bien esto: Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro;sino lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre”.

Existe, por lo tanto, un modo infantil de vivir la religión, como si consistiese en el mero cumplimiento de cosas que están fuera de nosotros. Todas las leyes están fuera de nosotros y, según esto, el simple cumplimiento de una ley no nos hace mejores, ni tampoco la mera violación de una ley nos hace peores.

En cambio, los niños se atienen a la norma como a algo absoluto, sin ser capaces de descubrir el valor interior de los actos. Por eso temen el castigo aun en el caso de la mera violación involuntaria de una norma y orden que se les hubiera dado (cuando, por ejemplo, se han hecho pipí en la cama).

Esta inmadurez tiene una consecuencia sumamente perniciosa: tales personas son incapaces de tomar decisiones morales, y dudan en seguir el juicio de la propia conciencia, que el Espíritu de la Creatividad de Dios se emplea a fondo en moldear, según el NT. Son esclavos de la ley y del parecer de los demás. Su conciencia está tan debilitada que hasta llegan a tomar decisiones totalmente contrarias a lo que ellas creen justo, por atenerse a la palabra de Fulano o a la legislación de Mengano. Pero es evidente que cumplir una ley sin asumirla en conciencia (es decir, dejar trabajar al Espíritu) sólo puede producir desazón, amargura, rebeldía o un fuerte complejo de culpa.

Cuando reina esta religión infantil, y estamos tan atentos a lo que está mandado, la religión deja de ser fuente de alegría. Y cuando la fe no produce verdaderas alegría y paz interior, podemos tener la plena seguridad de que ese sentimiento no es de Dios, ni viene de Dios, ni lleva a Dios.

Recuerdo una historia real que me contó un hombre sabio:

El dueño de un perro descubrió que su mascota tenía lombrices. El veterinario le dijo que debía administrarle, vía oral, un medicamento. Pero tendría que hacérselo tragar a la fuerza, pues su sabor no solía gustar a los perros. El amo se puso manos a la obra, tumbó al pobre animal en el suelo e, inmovilizándolo con el peso de su propio cuerpo, le abrió la boca para obligarlo a que se lo bebiese. La mascota se debatió tanto que, entre forcejeo y forcejeo, el frasco de medicamento se cayó al suelo. Jurando en hebreo, el dueño se levantó impotente. Pero, acto seguido, al sentirse liberado del peso que lo oprimía, el perro se acercó al líquido vertido y lo lamió, hasta bebérselo todo. El amo cayó en la cuenta de que de lo que pretendía zafarse su mascota no era del medicamento, sino de su forma de administrárselo…

El evangelio denuncia esa religión en la que el feligrés se siente oprimido por la ley y sus servidores. Allí están los escribas y fariseos encima de los fieles para espiar sus actos, y ver si cumplen o si violan, si conocen al dedillo todo lo que fue escrito en los manuales, en lugar de preocuparse de que vivan conforme a la conciencia que va moldeando el Espíritu en el corazón de quien se entrega a Dios, primera ley a la que debe atenerse todo creyente que se precie de tal.

¡Triste papel el de estos servidores de la religión, y lastimosa situación la de estos feligreses! ¿Qué pueden pensar de Dios y de su amor cuando son tratados así por los que se dicen sus mejores conocedores y fieles intérpretes? Empiezan a hacerse imágenes desvirtuadas de nuestro Padre del Cielo, convertido entonces en el Dios del miedo y del castigo, que nada tiene que ver con el revelado por Jesucristo.

Desgraciadamente, en no pocas ocasiones, éste es el Dios al que se nos enseñó a rendir culto y, por más que hablamos de Dios-Amor, Dios-Padre, y otras cosas por el estilo, en el fondo de nuestro yo más íntimo, en nuestro más recóndito inconsciente, el Dios que manda en nuestras vidas es el de la ley, a pesar de esas Cartas de San Pablo que, felizmente para muchos…, son casi totalmente desconocidas por tantos y tantos cristianos. ¡Cuántos autoritarismos piadosos se vendrían abajo, cuántos dictadores de comunidades religiosas se verían confundidos, cuántos códigos habría que quemar si solamente se leyera sin prejuicio alguno la Carta de San Pablo a los Gálatas, por poner un ejemplo!

Si analizamos un poco más la situación descubrimos que, cuando los seres humanos quisieron dominar a sus semejantes, y no se atrevieron a hacerlo por la fuerza bruta o el simple capricho -pues esto, naturalmente, repugna un poco-, apelaron a supuestas leyes de Dios, redactadas (de más está decirlo…) en sus despachos y, siempre que se podía, con el apoyo de alguna cita bíblica fuera de contexto, naturalmente. ¡La Biblia, en algunas manos, da para todo! Hasta para vender esclavos, o torturar, o aplicar la pena de muerte, o apedrear a adúlteras y a homosexuales. Nuestra historia (la de todos) es testimonio elocuente de cómo fueron las peores dictaduras las que siempre se revistieron de ropaje religioso para implantar su orden, que los súbditos tenían que observar como ley de Dios.

Lo mismo suele suceder en muchas comunidades cristianas, congregaciones religiosas, instituciones educativas, etc. Cada vez que queremos dominar a otros e imponerles nuestra voluntad, nos transformamos en creyentes piadosos e inspirados. Luego, en nombre de Dios, les recordamos a nuestros correligionarios lo que Él, por nuestro medio (¡claro está!), ha ordenado para el bien y la felicidad de todos.

¿Hay que sorprenderse de que en un mundo cristiano, así gestado y vivido, haya surgido un brote tan iracundo de antieclesialismo y de ateísmo? ¿Qué persona normal, adulta, sensata y con un mínimo de dignidad, puede confiar en un Dios tan tirano y cruel, a juzgar por los que se dicen sus fieles intérpretes?

Los creyentes del siglo XXI hemos madurado lo suficiente como para afirmar que:

1. Nada impuesto desde afuera o desde arriba produce alegría y paz.

2. Nada que engendre temor o complejo de culpa nos hace felices. 3. Nada que esté atado a una sanción ulterior es causa de sosiego y esperanza.

Por lo tanto, una de dos:

1. O las leyes de Dios no reúnen las anteriores condiciones y, entonces, no hay más remedio que dejarlas de lado…

2. O, como dice el salmo, todo lo que viene de Dios es causa y fuente de alegría y paz y, por lo tanto, toda ley llamada “de Dios” pero que produzca temor, o sea una simple imposición, debe ser denunciada como invento de los hombres para dominar a los demás, tal como ya lo denunció Jesús en su época.

Es decir: no estoy defendiendo el no a la ley de Dios sino a la ley, como dice Pablo, expresada como ordenanzas impuestas (Ef. 2:15)

¿Debo elegir, por lo tanto, el camino de la anarquía y preconizar la ausencia total de leyes en el seno de las comunidades religiosas? Si los únicos términos a elegir fueran anarquía o represión, no habría mucho que pensar, al menos a mi entender. Pero un creyente maduro comprende que vivir en comunidad exige ciertas normas de convivencia pacífica que hay que cumplir. ¿Volvemos a las normas, entonces? Quizá… Pero normas que no deben ser elaboradas desde arriba y sin nuestra participación, sino que deben ser el fruto de un acuerdo de todos. Y, ante todo, germinando en el corazón como fruto del Espíritu.

Entiendo que siempre necesitaremos ciertas normas para regular tantos aspectos simples o complejos de la convivencia humana. Lo importante es que todos seamos llamados, también en la Iglesia, para pensar cuál es la mejor forma de convivencia. El paternalismo, tan común en las comunidades religiosas, con el que se imponen normas a los fieles bajo el pretexto de que es por su propio bien, es un autoritarismo disfrazado, pero sus consecuencias son las mismas: la inmadurez y la esclavitud espiritual de los súbditos-fieles.

Optimista como soy, pienso que muchos brotes de rebeldía, y muchas agresividades en la Iglesia se hubieran podido evitar si se hubiera llamado a todos a construir esto que llamamos “comunidad”, pero que en la práctica parece ser la cosa de unos pocos que piensan y deciden por la mayoría, que sólo es “comunidad-de-obediencia”.

¿Puede un creyente de tales comunidades leer el Salmo 19 sin sentir en su corazón una terrible lucha, ya que, como si la burla fuera poca, como buen siervo debe mostrarle el rostro sonriente al amo y decirle: tu ley me hace muy feliz?

La respuesta a esta pregunta, y las reflexiones que conlleve, serán para la próxima entrada…

martes, 13 de julio de 2010

EMAÚS

Lucas 24:13-35

Jesús muerto y resucitado es la razón de ser de nuestra fe cristiana, el núcleo de nuestra esperanza, el impulsor de nuestra lucha y compromiso con el mundo nuevo, el centro del testimonio que queremos dar en medio de la sociedad. Pero ¿cómo y dónde experimentamos hoy, los creyentes, la presencia de Jesús resucitado?

Muchos cristianos creen que la fe es algo que puede vivirse aparte de la vida diaria; como si fuera un añadido a ella. Y así, buscan a Dios o a Jesús fuera del compromiso por un mundo fraterno. No saben, o no quieren saberlo, que la fe es un encuentro con Jesús que se produce y desarrolla en los acontecimientos de la vida ordinaria. En ellos surge la noticia de lo que sucede. Mientras se camina, hay tiempo para reflexionarlos, interpretarlos, y asimilarlos. Sentados no podemos llegar a ninguna parte.

El mismo día de la resurrección, dos discípulos caminan hacia la aldea de Emaús, situada a unos doce kilómetros al noroeste de Jerusalem. Habían perdido a Jesús, y se dispersan; dejan el grupo de los discípulos y vuelven a su mundo viejo, a sus ocupaciones pasadas, como si la persona y el mensaje de Jesús hubieran sido un simple paréntesis de ilusión en el caminar de sus vidas.

¿Quiénes eran estos dos caminantes? Nunca lo sabremos con seguridad. Ríos de tinta se han vertido al respecto, pero nadie lo tiene claro. Casi siempre hemos pensado que eran dos varones, pero yo creo que eran pareja. Pareja de hombre y mujer, claro. En aquellos tiempos era difícil ver, con una cierta normalidad (situación hoy felizmente superada), una pareja de otro tipo…

El hecho de que vivan en la misma casa es ya una pista. Pero claro, podrían ser hermanos. Sin embargo, la insistencia en que Jesús se quede a cenar me hace sospechar aún más. Esa hospitalidad femenina, que con cuatro cosas se las arregla para dar de comer. Y esa insistencia típica de las madres: ¡A comer! ¡Cómetelo todo! ¡No te dejes nada en el plato! ¿Cómo que no tienes más hambre…? ¿Te pasa algo, cariño, estás enfermo? El texto dice, literalmente, que “lo obligaron a quedarse a cenar”. Creo que sólo una mujer puede ser tan convincente en lo relativo a la comida.

Además, esa preocupación típica de las madres para que no vayamos por la calle solos de noche… Dice el texto que le pidieron “Quédate un nuestra casa, porque se ha te ha hecho tarde, y ya es de noche”. Esas mamás que velan hasta la llegada a casa de sus hijos fiesteros, mientras el papá ronca a pierna suelta. Y tú entrabas a tu habitación sin hacer ruido, encendías la luz y… ¡pafff! allí estaba ella sentada en tu cama, esperándote desvelada… "Pero mamá, ¿qué haces levantada a estas horas?" Y mamá que te pregunta "¿Te preparo algo de comer, me has comido bien por ahí afuera…? A saber lo que te habrán dado? Venga, que te preparo algo rápidamente". Otra vez la comida…

Y por último, hay otro detalle que me hace sospechar que los caminantes eran marido y mujer: que sólo se menciona a uno de ellos, Cleofás. Lo normal hubiera sido que si los dos eran varones, se hubiese filtrado el nombre de los dos. Pero si uno de ellos era la esposa del otro, conforme a la costumbre de aquel tiempo, sólo se menciona al varón. Sí, a mí me parece que los caminantes eran marido y mujer. Y aquella pareja de enamorados, que un día se habían enamorado a su vez de Jesús, andan ahora abatidos. Quizá pensando en que ese mundo mejor, propuesto por el Maestro y que esperaban legar a sus futuros hijos, ya no sería posible.

Los dos se alejan de Jerusalem, en donde siguen reunidos los discípulos a puerta cerrada. La ruina de la comunidad es total. El futuro del cristianismo está en juego. Todo va a decidirse, al todo o nada, en las próximas horas.

Así que Jesús les sale al encuentro como un caminante más. Para su sorpresa, este súbito acompañante no vive en la desesperanza. Está sereno y confiado. Pero ¿por qué estos dos discípulos no pueden reconocer a Jesús, si han vivido con él los momentos más extraordinarios de sus vidas? Porque tienen vendados los ojos a causa de lo increíble del mensaje pascual. Encerrados en su pena, paralizados por la autocompasión, no pueden ver nada. Ni siquiera le preguntan cómo se llama. Sólo hablan y hablan de su situación perdida. Son ellos el centro de toda la charla. Lucas, el evangelista de la sensibilidad humana, nos descubre el drama íntimo de aquellos discípulos de Jesús que, frente a todo pronóstico, son incapaces de ver a Jesús, y nos insinúa que para ver al Maestro resucitado la primera condición es ver al hombre que camina a nuestro lado. Quien no ve al prójimo, no puede ver a Jesús.

“¿Cuál es esa conversación que os traéis mientras vais de camino?”, les pregunta el Maestro. La pareja ha oído el anuncio de las mujeres, han visto el sepulcro vacío. Pero esto no basta para convencerles: a él no lo han visto.

Su problema es muy serio… y muy actual. No podrán (y no podremos) ver a Jesús mientras no modifiquen (modifiquemos) la idea que se han formado de él, mientras no comprendan (comprendamos) lo más esencial: que su reino no tiene nada que ver con el poder, porque es el reino del amor en el servicio. ¿Cómo lo van a reconocer, cómo lo vamos a reconocer en ese hombre común que se les ha unido en el camino?

Los discípulos de Emaús son la expresión de los cristianos de hoy y de siempre, que vivimos tantas veces desilusionados, y desengañados. Cleofás y su mujer reflejan nuestra situación actual, personal y comunitaria, de desánimo, oscuridad, falta de ilusión, quejas sin búsqueda de soluciones, huída de la comunidad. Cristianismo éste, el nuestro también, de fáciles lamentaciones, y de constantes incertidumbres y dudas.

Nuestra esperanza está escasamente proyectada hacia el futuro, por lo que ya no es esperanza, sino mero cálculo humano, cerrado a la poderosa intervención divina. Vivimos, a veces, como si el Maestro no estuviera vivo, y se nos hace irreconocible por nuestro cansancio, pereza, aplazamientos, cobardía, o individualismo. Pero en cuanto le dejan, el Maestro empieza a hablarles de las Escrituras.

Hemos de reconocer que los cristianos no sabemos leer las Escrituras. Conocemos superficialmente las narraciones, pero no profundizamos en su sentido. Necesitamos volver a las fuentes, como hizo el Maestro con aquellos dos discípulos por el camino. Necesitamos descubrir el misterio de la existencia humana en el misterio de Jesús, que nos sitúa en el verdadero camino humano y divino: el del amor y el del servicio, a vida o muerte.

Y llegan al término del viaje. Jesús pretende seguir caminando, pero es invitado a que se quede con ellos. Y lo que aún no había conseguido el Maestro con sus explicaciones, lo conseguirá con sus gestos. Al partir Jesús el pan, lo reconocieron. Quizá porque vieron las marcas de los clavos en sus muñecas, y cayeron de repente en la cuenta. Entonces la fe despierta, y el corazón es invitado a ver más allá de las apariencias. Jesús resucitado está allí, iluminando la aventura de la vida futura, que se abre camino.

"Pero tan pronto como lo reconocieron, despareció de su vista". Porque el cristiano no ha sido llamado a la vida contemplativa, como a los apóstoles no se les permitió plantar tiendas en el monte de la transfiguración. Ahora comprenden lo que les sucedía cuando el extraño acompañante les explicaba las Escrituras por el camino: les parecía que les ardía el corazón.

Siempre permanecerá en el misterio saber con precisión cómo llegaron esos dos caminantes a este nuevo conocimiento de Jesús. Pero lo que sí sabemos es cuál fue su reacción después de haber abierto los ojos a lo imposible. Los dos discípulos, olvidando su cansancio y que la noche ya se había echado, se levantan y corren, locos de alegría, a comunicar la gran noticia al resto de los discípulos. El descubrimiento les lleva necesariamente a compartir, a la comunicación, al testimonio. Nada podía ser ya como antes.

Así que vuelven con sus hermanos. Su puesto está allí, en la edificación de la comunidad de seguidores de Jesús, en el testimonio de lo que han descubierto. Saben ahora que el Maestro ha resucitado, y quieren convencer al resto. ¡Y se encuentran con que la comunidad está celebrando lo mismo que ellos!, porque Jesús se ha aparecido también a Pedro. ¡Qué lección para las distintas denominaciones cristianas! Pensando que sólo unos disponen de la buena noticia del verdadero Jesús resucitado, descubrimos que los otros también han disfrutado de su aparición, y que celebran, con la misma alegría que nosotros, su presencia entre ellos. Porque Jesús es un Maestro indómito, que no se deja encadenar por grupos o denominaciones. Él quiere estar con todos y en todos. Y a todos se aparece, para alegría de todos.

Después de aquello, la suerte estaba echada. El futuro del cristianismo se había jugado al todo o nada, aquella misma noche, y Jesús había ganado la partida. Desde aquel momento, la incipiente comunidad cristiana desbordó de pasión por la comunicación del nuevo Reino de Dios. Aquellos hombres y mujeres, antes temerosos, acobardados y desanimados, se convirtieron en la semilla de lo que hoy disfrutamos y celebramos como cristianos. Ya no echaban de menos el tiempo de la vida terrena de Jesús. En medio de las más duras persecuciones (el libro de los Hechos de los Apóstoles está plagado de ellas), de los fracasos y de los golpes, eran capaces de experimentar que el Señor estaba en medio de ellos, más vivo que nunca.

Hoy, la historia puede repetirse. Sólo tendremos que estar dispuestos caminar un ratito al lado de ese extraño personaje que se nos acerca y nos pregunta así, como quien no quiere la cosa, “¿De qué estáis hablando, y por qué estáis tan tristes…?”.

De ahora en adelante, podremos encontrar al Maestro en nuestros caminos. Viaja de incógnito. Es uno cualquiera, tiene el aspecto común de las personas comunes. Y nos espera para una cita con lo imprevisible…

martes, 8 de junio de 2010

LA IGLESIA DEL DESIERTO

“El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Y allí estaba esperándolo el diablo para tentarle." (Lucas 4:1)

El desierto es un lugar desnudo, árido, sin caminos, sin esquemas prefijados. Sólo invita al peregrino a atravesarlo, dejándose invadir por ese horizonte que siempre está delante. Penetrar en él es desprenderse de un mundo prefabricado, para aventurarse por lo inseguro, incluso lo peligroso.

Entrar, pues, al desierto, empujados por el Espíritu, es penetrar en un tiempo de búsqueda interior, sincera y valiente, de nuestro propio camino humano de creyentes. Es inútil pretender el camino o la respuesta ya elaborados, o las normas que nos digan qué tenemos que hacer y cómo decidir.

El desierto son las preguntas que han de ser respondidas desde el interior de nosotros mismos: ¿Cómo llegar a ser lo que quiero ser? ¿Qué busco? ¿Cuál es el objetivo de mi vida? ¿Qué significa para mí vivir como cristiano, y qué es en realidad vivir como cristiano?

El texto de Lucas, que narra esta experiencia de Jesús, nos insinúa que solamente en el desierto podemos encontrar el camino de Dios, que se ha de cruzar con el nuestro. No es de extrañar que allí Jesús tuviera que afrontar el más grande de sus interrogantes: ¿Qué quiere para mí mi Padre?

Caminar por el desierto es la pedagogía de Dios, que lejos de obligarnos a enderezar nuestros pasos por esa o aquella dirección, nos propone buscar cada uno nuestro propio camino, y dar una auténtica y personal respuesta.

Jesús tenía treinta y tantos años cuando el Espíritu lo llevó al desierto (el texto original indica que “lo empujó con violencia hacia el desierto”. Quizá el Maestro, en su fuero interno, se resistía a ir…), dejando atrás su familia, su pueblo, su vida de trabajador de la construcción, sus esquemas… para descubrir lo nuevo de una misión a la que era llamado.

Penetrar en el desierto significa, en efecto, desprendernos de todos los esquemas en los que nos hemos fijado y anclado. Es reconocer que eso pertenece ya a un tiempo viejo y caduco. El desierto apela a nuestra total desnudez y pobreza interior. No basta decir “Ya soy cristiano, ya tengo aprendidos los elementos básicos de la religión, conozco las normas y los preceptos. Pertenezco a la iglesia verdadera, ella me dice lo que está bien y lo que está mal, y a ella me debo”. En la arena del desierto tendremos que dejar nuestras respuestas hechas (y quizá huecas), tantos lugares comunes, tantos tópicos, tantas muletillas, algunos ritos vacíos, o aquel modo rutinario y convencional de hacer las cosas.

Penetrar en el desierto significa desnudarnos para descubrir nuestra aridez interior, para obtener el coraje de mirarnos tal cual somos, sin las vestiduras que cubren nuestra vergüenza, nuestras llagas o nuestra suciedad. Las nuestras, y las de nuestra iglesia, que ha de empezar a desnudarse también, si quiere seguir los pasos de Jesús. Dejar la casa, como hizo Abraham. Como el pueblo hebreo, que dejó las ollas de Egipto y el conformismo que significaba su esclavitud. Como el Maestro, que colocó el cartel “Se traspasa” en la carpintería, y se adentró en el desierto ignoto de su misión a favor de los arrinconados en los arrabales de la historia.

Penetrar en el desierto significa abandonar en su frontera tantas hipocresías; esa vida, y esa iglesia, aburguesadas y autosatisfechas. Olvidar tantos “esto es así porque así ha sido siempre”. Dejar a un lado esas trampas sutiles con las que pretendemos autoconvencernos de que todo va relativamente bien, y de que los cambios, de producirse, serán ya para la próxima generación, emulando así la catástrofe de la generación del Éxodo y quedándonos nosotros también, como ellos, a las puertas de una tierra (Iglesia) mejor.

Nuestra iglesia se dirige ya, como cada cinco años, hacia una Asamblea Mundial (Atlanta 2010). Enumerar los cambios que, a mi entender, van haciéndose ya imprescindibles en nuestro medio sería prácticamente imposible. Muchos son los retos a los que nuestra comunidad mundial se enfrenta. Una seria reflexión, y la adopción de un radical cambio de mentalidad al respecto de la ordenación de mujeres al ministerio pastoral (¿ministras u obreras?); del papel de los laicos en la iglesia del siglo XXI (¿responsables o ayudantes?); de la utilización de los recursos económicos (¿amasar o compartir?); de la autoridad de los pastores y dirigentes (¿autoritas o potestas?); de la naturaleza de la evangelización (¿proselitismo o servicio?); de las señas de identidad de la iglesia (¿radicalización de las normas o “Ved como se aman”?); de la “federalización” del modus operandi (¿café para todos o “diversidad en la unidad”?); de la forma de elegir a nuestros dirigentes (¿buenismo y confianza absoluta o candidaturas con proyecto?), y un largo etcétera… (Recomiendo, en este sentido, el magnífico artículo aparecido en el blog de mi amigo Jonás Berea)

http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/2010/06/politica-eclesiastica.html

Deberemos tener cuidado con entrar en el desierto al volante de nuestro todo terreno último modelo (bien blindado, tantas veces), sobre el que rebotará la palabra exigente de Dios. La iglesia del desierto, en cambio, humilde y bien consciente de sus carencias, caminará sobre las dunas a pie, haciendo frente a las dificultades que el Tentador le ponga en el camino con las mismas armas de Jesús: con el pan del cielo (dependencia absoluta del Espíritu), con el Padre como único objeto de adoración (abandono de intereses espurios), y sin tentar a Dios (rechazo de toda connivencia con los poderes de cualquier tipo), apoyándose en el Señor de la iglesia, que la ha de guiar por el camino de la libertad, cuyo primer paso es mirarse y reconocerse tal cual es.

Entonces, completadas las tentaciones, el demonio se marchará hasta otra ocasión… (Lucas 4:13)

jueves, 13 de mayo de 2010

LA HONRA DEL UNGIDO...

Últimamente estoy viviendo en tercera persona (y digo “estoy” porque aún no ha acabado, ni sé cómo acabará…) un caso de disciplina eclesiástica, a mi entender profundamente surrealista. Una amiga ha sido puesta en voto de censura (estado disciplinario de membresía comunitaria que merma sus derechos en tanto que miembro de la iglesia) por llamar públicamente mentiroso al clérigo de su comunidad.

Aunque obviaré los detalles más escabrosos, y los múltiples atentados al principio evangélico de la disciplina, que marca de forma irrenunciable el trayecto a seguir en estos casos (reprender en privado; hacerlo después de forma discreta en el marco de un grupo reducido de dirigentes, de forma que el disciplinado encuentre un marco humano en el que explicarse; y, en último extremo, exponer el caso a la comunidad, con el fin de encontrar una solución que contemple, ante todo, la restauración comunitaria del reprendido), os contaré que la razón aducida públicamente para este acto disciplinario, en palabras de otro clérigo de rango administrativo superior al primero, fue que no se puede poner en cuestión “la honra de un ungido”. E incluso habiendo pedido perdón al dirigente, ante toda la comunidad, mi amiga fue disciplinada en esa misma reunión.

Lo más difícil y lo más exigente que hay en la vida son las relaciones humanas, saber vivir y convivir con los demás. En esto, y sobre todo en esto, es donde se ve la calidad de una persona y la densidad de un proyecto comunitario. Por esto se comprende que, en este ámbito de la vida sobre todo, es donde Jesús se empleó a fondo.

Dicen los historiadores de la cultura y de la antropología que el valor supremo en las sociedades mediterráneas del siglo I era la honra. En tiempos de Jesús, por salvar y asegurar la honra, el buen nombre, la dignidad personal o social, la gente agredía a los demás, los menospreciaba y, si era preciso, hasta los mataba.

Ahora bien, sabemos de sobra que Jesús rompió con la honra, o con la dignidad de un cargo, en cuanto valor determinante de la vida. No le importó el cargo que alguien ostentase, cuando entendía que tenía algo que recriminarle:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! (Mt. 23:27)

El apóstol Pablo también tenía claro que la escala jerárquica en la iglesia primitiva no debía otorgar más dignidad eclesiástica a quien la ostentaba:

Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo (Fil. 2:3)

La prevalencia de la honra como valor determinante en la vida divide, separa y enfrenta a las personas. Y las enfrenta hasta el extremo de generar odios y violencias inimaginables. Desde el momento en que la honra propia se sitúa en el centro de la vida y de la convivencia, los excluidos brotan y se multiplican por todas partes. Nacen, entonces, las competitividades y los enfrentamientos, e incluso sale a la luz lo peor de nosotros mismos, percibiendo como insoportables a todos aquellos que nos deshonran, y permitiéndonos hacer lo necesario para que nuestro buen nombre prevalezca.

Jesús le dio a todo esto un giro radicalmente distinto, proponiendo que todo se reduce al “principio del respeto” como fuerza determinante de la vida. Lo cual parece una afirmación ingenua y simplista. Pero que, en realidad, es una formulación que engloba el mensaje central del evangelio. Me explico:

El principio del respeto es, ante todo, no simplemente “ser bueno” y menos aún “bonachón”. Respetar es vivir de tal manera que quien se siente respetable se caracteriza por el hecho de que contagia respeto porque lo tiene hacia los demás. El respeto no se predica, ni se enseña. No se demanda ni se impone. Sólo una persona que se respeta a sí misma puede hacerse respetar por los otros. Es evidente que muchas veces no nos sentimos felices en la vida, ni con lo que nos hacen los demás. Pero ahí, y entonces, es cuando emerge la calidad de la persona o del grupo que, por encima de sus personales estados de ánimo o de sus problemas con alguien, es capaz de seguir contagiando a ese alguien, bienestar, sosiego, paz… En definitiva, es capaz de respetarle.

Ser respetable es no querer jamás, ni por nada, distinguirse y situarse por encima de otros. Se trata, en efecto, de la condición en que viven quienes no admiten ser superiores ni más dignos que los demás. Ni soportan ir por la vida como seres sagrados o consagrados, que merecen un respeto al que otros no tienen derecho. Por eso, los privilegiados de siempre, los amigos de dignidades, títulos, oropeles o tronos de honor no quieren ni oír hablar de este tipo de respeto. Y dicen que eso es “relativismo” o “pérdida de valores”. En realidad, se trata de gentes de baja calidad humana, personas que andan sobradas de autoestima, eternos complacientes en su propio ego, individuos que nunca van a ninguna parte porque nunca salen de sí mismos, ni paran de dar vueltas en torno a su propia honra y dignidad, supuestamente conferida por una función eclesiástica, sobrecargados de cargos y bloqueados en la burbuja de semejante payasada.

Ser respetable es, ante todo y sobre todo, tener respeto a los demás, a todos, sean quienes sean. Sin pasar factura jamás, y por más que uno se crea con derecho a pasarla. Por eso, el respeto es tolerancia y aceptación del pluralismo. Aceptación, incluso, de la crítica a la propia función.

Pero está claro: vistas así las cosas, resulta evidente que el respeto, vivido de forma tan incondicional, es seguramente la actitud más difícil de la vida. Sobre todo cuando se imponen razones de valor absoluto que pueden justificar y hasta exigir que se le falte el respeto a otros, “por el bien de ellos mismos”. Las religiones y los personas religiosas (que no espirituales) suelen ser expertas en este tipo de manejos turbios y refinadamente hirientes. Argumentando, además, que hacen eso por “caridad cristiana” o por “fidelidad a la institución”.

Es entonces cuando se descomponen la bondad y el respeto mutuo, justificándolo todo, incluso el peor de los atropellos, en virtud de argumentos “bondadosos”: “Lo hacemos por tu bien”; “Es lo mejor para ti en estos momentos”; “Te censuramos para que reflexiones”; “Esperamos que esto te ayude a ver tu error”. Se hace patente, entonces, el sarcasmo de la mayor hipocresía. Y, desde luego, la supuesta honra de un clérigo al que se ha llamado mentiroso (sea o no sea verdad que lo sea) no debería ser el tobogán por el que se lance la comunidad hacia un proceso disciplinario que tenga, como único objetivo, la restauración de la dignidad de un “ungido”

Las distintas iglesias, y por supuesto la nuestra, necesitan un replanteamiento radical de sus formas de actuar para la disciplina o el castigo eclesiástico, y de las propias bases que los sustentan. Porque, a veces, si pretendemos estar haciendo así la voluntad de Dios, parecen inventados por el peor y más vengativo de los dioses.

En esta dificilísima tarea de la disciplina eclesiástica deberíamos saber rescatar el espíritu del evangelio: el amor fraterno. No es la ley lo que debemos defender, ni de su prevalencia somos garantes. Lo somos, si lo somos de algo, del ser humano que se ve destruido en el mismo seno de nuestra comunidad. En este sentido, es mucho lo que la comunidad cristiana organizada tiene que revisar. Debemos preguntarnos sinceramente hasta qué punto nuestro sistema disciplinario, en todos sus niveles, es signo de un amor que redime al creyente o de una ley que lo reprime.

Esta sola consideración sería suficiente para un serio y largo examen de conciencia. En muchos casos podremos, sí, dejar a salvo esa ley y esa honra que tanto nos esforzamos por salvaguardar. Pero deberemos preguntarnos si el precio que tendremos que pagar será siempre la destrucción del individuo. Esa destrucción que se obra en su ser más íntimo, al verse avasallado por una ley que no entiende ni comprende.

¿Hasta qué punto una moral represiva, que castiga con la exclusión al que disiente, o en el mejor de los casos con el ostracismo, educa al creyente… o lo empuja a vivir exactamente al contrario de lo que le imponemos, con el agravante de la desilusión y el más negro resentimiento? Antes de condenar y castigar, deberíamos hacer examen de conciencia.

El evangelio se mueve sobre esta base: restaurar al hermano, buscar su bien más profundo, mostrarle el respeto y el amor que se le debe como miembro paritario de nuestra misma comunidad. Restaurar, no como jueces omnipotentes, o como padres que se olvidan de que sus hijos están creciendo. Restaurar acercándonos al ser humano, dialogando con él sobre sus problemas y dificultades, comprendiendo su situación, esperándolo todo el tiempo necesario para que dé su respuesta, y respetándolo aunque su respuesta no sea la que esperábamos.

Que este estilo educativo supone un cambio en nuestro esquema disciplinario está fuera de toda duda. Que lo exige el evangelio del amor, también lo está. Con este amor fraterno como premisa fundamental, pensemos ahora todo lo que está sucediendo en el seno mismo de nuestras comunidades, y veamos juntos cuál puede ser la forma más adecuada de que nuestras congregaciones sean levadura y fermento de una vida nueva.

Más que perseguir la honra del “ungido”, persigamos las huellas de Jesús, que hasta a Judas acogió en sus horas más amargas. Jesús no toleró cualquier forma de religiosidad. Desde luego, la que deshumaniza a quienes se identifican con ella, no. Y tampoco a los que se identifican incondicionalmente con los turbios e inconfesables intereses que suelen aparecer en los grupos y personas religiosas al uso. El verdadero “Ungido de Dios” vivió abriendo espacios a los oprimidos, preparando caminos a los que se sienten desorientados, curando a los heridos, restaurando a los avasallados por el poder religioso, agrandando a los pequeños, y poniendo en el sitio que se merecen a aquellos que, en vez de cuidar al rebaño, se empeñan en diezmar el comino.

miércoles, 28 de abril de 2010

EL CHICO DEL SÍ PERO NO...

En la reflexión de hace unos días, a propósito de la parábola en la que el hijo que dijo a su padre que no iba a la viña, después fue, y el que dijo que sí iba, después no fue, veíamos cómo Dios puede, sabe y quiere utilizar la rebelión del hombre para hacerse presente en su vida, de una manera sorprendente.

Avanzábamos, incluso, que parece imprescindible, al principio al menos, una cierta actitud rebelde para que el ser humano se reafirme como tal; para que llegue a ser consciente de la hondura de su propia libertad y esté en condiciones, entonces, de construir una vida plena con su Padre del Cielo. Decir que no, significa descubrirse como ser independiente, capaz de tomar sus propias decisiones y, así, asumir que si es libre para negarse a recibir el amor de Dios, también lo será para abrirse a su ternura. Todos los pasos que el chaval de la parábola que nos ocupa dio, de forma libre y voluntaria para alejarse de la voluntad de su padre, puede darlos para desandar ese camino, en el uso de esa misma libertad.

Hoy os propongo seguir de cerca al segundo hermano; al que prometió ir, pero después no fue.

Segundo caso: una conducta sumisa y conformista conduce al fracaso del proyecto humano.

Es la otra cara de la moneda. Desgraciadamente, muchas veces en el cristianismo hemos confundido obediencia con sumisión, respuesta con sometimiento, entrega con opresión. Puede ser interesante observar, para comprender mejor el sentido del término “obediencia” proviene del latín “audire”, que significa “escuchar” o “estar en actitud de escucha”. Obedecer, entonces, no es someterse al otro porque es autoridad o puede más que nosotros. Es escuchar su llamada, escucharla desde dentro de uno mismo, como una invitación a salir al encuentro del otro. Esa respuesta que se da, libremente, es auténtica obediencia.

El gran peligro de nuestra formación cristiana es el aplastamiento del individuo ante el peso de las órdenes impuestas. Las personas conformistas, o las que piensan especular después con el sometimiento servil, se colocan la máscara de la obediencia, pero sólo es una máscara. Hay muchas maneras de adoptar esta postura: el cumplimiento rutinario del conjunto de normas establecidas por la comunidad, que nos permite no cuestionarnos la validez de todas nuestras otras acciones; la exhibición del conocimiento, de la teología, de los más pequeños vericuetos que hacen diferente y único a nuestro grupo religioso, que nos da la apariencia de creyentes aunque pueda dejar incólumes las áreas del afecto; la sumisión a la autoridad religiosa, medrando a la sombra de los que mandan, con lo que salvamos muy bien nuestro prestigio dentro de la institución mientras que nuestro mundo interior permanece ajeno a todo proceso de cambio…

De esta religiosidad enmascarada se ha hablado mucho a lo largo de los siglos, pero parece como si los cristianos temiéramos deshacernos de ella totalmente. Las apariencias pesan demasiado como para que tengamos el coraje de mostrarnos tal y como somos.

Importante, a mi entender, esta segunda conclusión: jamás confundamos la aceptación de la fe con un simple sometimiento a normas y prescripciones que se dicen venidas de lo alto. Nada más opuesto al evangelio que esta actitud que, al prostituir al hombre, imposibilitándolo para todo proceso de liberación interior, termina por prostituir también la imagen de Dios, como si Él fuese el endiosamiento de la prepotencia.

“La verdad os hará libres…” dijo Jesús. Y cada página del evangelio corrobora esta afirmación. La aceptación del evangelio no es lo primero en la vida del creyente. En todo caso, es el fruto de un proceso que implica, necesariamente, reflexión, paciencia, opción libre y compromiso. Si estos ingredientes, la viña acabará por quedarse vacía. Porque, sin ellos, el que dijo que iba acabará por no ir, y el que dijo que no iría se mantendrá firme en su decisión, porque nada lo moverá al cambio de actitud necesario.

Desde la indiferencia humana, Dios poco puede hacer. Desde la rebeldía, sin embargo, aunque plantea un serio problema a nuestro Padre del Cielo, es algo que Él puede resolver porque no implica pasividad, sino movimiento. En ese movimiento el Espíritu de Dios puede actuar y, sorprendentemente, no se sabe de dónde viene, ni adónde va, porque no para de moverse a la sombra de nuestros propios pasos. Y es que Dios no pierde nunca la paciencia…

jueves, 8 de abril de 2010

EL CHICO DEL NO PERO SÍ...

“Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar a la viña. Pero el chico le contestó: No quiero. Sin embargo, después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Y le contestó: De acuerdo, iré. Pero después no fue…” (Mateo 21:28-30)

Hoy quiero proponeros una reflexión, en dos partes (una hoy y otra la semana que viene), sobre la historia ficticia de dos chicos. O quizá no tan ficticia. Es lo que tienen las parábolas de Jesús. Que son tan escandalosas, que preferimos pensar que son inventadas. Sin embargo, sólo tenemos que echar un vistazo a nuestras comunidades para caer en la cuenta de que no son tan irreales como a veces nos parecen. Y de escándalo en escándalo, vamos comprendiendo toda la novedad del mensaje de Jesús.

Esta historia de Jesús es ilustrativa. El hijo que parecía desobediente resultó ser obediente, y el que parecía sumiso resultó rebelde.

La explicación inmediata la dio el mismo Jesús: hay en el pueblo de Dios quienes afirman con sus labios cumplir su voluntad, pero en realidad después sólo hacen sus caprichos; hay también quienes en un primer momento rechazan la Palabra con una vida disoluta y, a nuestros ojos, inmoral, pero cuando llega el momento de la verdad reconcilian su vida con el Padre. De esta forma, y como vemos al final de nuestra parábola de hoy, la gente con peor fama entra en el Reino de Dios, mientras que los sacerdotes, ancianos y fariseos se quedan fuera.

Jesús analiza en pocos trazos la actitud religiosa de dos grupos bien definidos de creyentes; o, para ser mas exactos quizá, dos momentos que pueden darse en un mismo creyente, o dos aspectos de una misma persona que se dice religiosa.

Primer caso: un chico de una conducta rebelde pasa a la aceptación de la voluntad de Dios. Ante la invitación del padre a trabajar en la viña, el primer hijo responde espontánea y taxativamente: No quiero. Pero después se lo piensa mejor y va a trabajar.

Tal persona se nos presenta, al menos en primera instancia, como un rebelde. Ve la voluntad del padre como una imposición a la suya propia; la rebeldía es casi la afirmación de su identidad, más que el rechazo al padre. Es la situación típica del adolescente, que necesita afirmarse como persona a través de muchos noes agresivos.

La parábola parece considerar normal en la vida del creyente una primera actitud de rebeldía. En efecto, un servil sometimiento a Dios sería precisamente lo opuesto a la voluntad de Dios, libre para amar y deseoso de una respuesta libre por parte del hombre. En la medida en que éste se siente capaz de rebelarse y lo hace, se afirma como hombre, como si se diera cuenta de que entregar su propia voluntad en manos de otro, de forma indiscriminada, es algo que atenta gravemente contra sí mismo.

Así que puede haber un tiempo en la vida del creyente en que tiene derecho a decir NO a Dios; tiene derecho a medir el significado de una entrega que en ningún caso puede significar la renuncia a su propia identidad y opción. Podemos llegar a la conclusión, incluso, de que ese primer rechazo no es visto por Dios como algo aborrecible por sí mismo, en la medida en que es la afirmación del hombre en su derecho a elegir. Lo que sí aborrece Dios es la actitud farisaica y santurrona de quienes ya se consideran justos y sin necesidad de cambio alguno. Ésta es una de las escandalosas conclusiones de esta parábola: El rechazo a Dios puede jugar un papel positivo en la vida de fe, en la medida que nos permite vernos como somos para saber después lo que elegimos. Dios prefiere ese largo camino, saturado de libertad y de fracasos, al camino corto de los que dicen sí a todo pero no se comprometen en serio con nada.

Sin embargo, es importante insistir en que la parábola no alaba el rechazo al padre como tal, sino el proceso de ese hijo que pudo, desde un rechazo instintivo y violento, llegar hasta una aceptación voluntaria y reflexionada de la petición del padre.

Una vez más resalta la pedagogía del Reino de Dios, tan opuesta y distinta a la pedagogía que está al servicio de los intereses de una institución religiosa; la pedagogía del Reino no tiene prisa en recoger frutos del hombre, no quiere frutos prematuros, que después se echarán a perder por la helada tardía. Dios sabe esperar al hombre, le deja tiempo para que piense sus decisiones, para que reflexione sobre todo el alcance de un compromiso que, para ser tal, debe tener sus raíces bien enganchadas a la tierra. Un Dios que no se escandaliza por la debilidad humana, ni por el pecado, ni por la rebeldía: por ese trance ha de pasar todo aquél que quiera comprometerse de verdad con el Padre. La rebeldía nos otorga la experiencia de las ataduras interiores, y eso tiene un valor inmenso a la hora de elegir.

Me admira descubrir a este Dios tan humano, tan maduro en respetar al otro, aun en una decisión adversa. Porque toda pedagogía de liberación pasa por ese trance doloroso, sí, pero inevitable: ser consciente de que si no se es uno mismo cuando se escoge, en un acto libre, toda respuesta que se dé no tiene valor. Se trata de una pedagogía escandalosa, que jamás aceptarán quienes no gozan de su propia libertad interior; sólo personas serviles y domesticadas pueden exigir una respuesta servil y domesticada al creyente.

Consoladora conclusión a esta primera reflexión: Dios nos da tiempo para que respondamos; no nos apresura a escribir con buena letra antes de tiempo. Más bien nos propone estudiar y reflexionar el Evangelio; probar, si es el caso, otros esquemas de vida; afirmar nuestra personalidad de alguna manera… para que nuestra opción de fe sea sentida como un gesto esencialmente libre y comprometido. Es importante que el hombre que busca vivir en libertad lo consiga. Jesús tiene la seguridad de que su Buena Noticia no defraudará al hombre sincero. Por eso nos espera. Arriesga por nosotros mucho más de lo que nosotros arriesgamos: respeta, espera y confía. Hasta ahí llega él. El resto es cosa nuestra…

miércoles, 17 de marzo de 2010

RAHAB, LA RAMERA DE JERICÓ

"Y ellos fueron, y entraron en casa de una ramera que se llamaba Rahab, y se refugiaron allí" (Josué 2: 1-24)

De nuevo una mujer es la protagonista del relato bíblico que te propongo esta vez. Una de las prostitutas más populares de las Escrituras (qué mal suena eso, ¿no?). Y sin embargo, esta señora, hija de la calle y amiga de las esquinas y los tugurios, supo escoger al final, que suele ser el momento más importante (y el más difícil para escoger), lo mejor para ella y su familia (cosa que, con su oficio, no le era siempre posible).

Acostumbrada a decir siempre que sí, aún con asco o con cosas peores, quiso aprovechar una de las pocas oportunidades que se le ofrecieron de ser ella misma, sin miradas artificiales ni síes con sabor a las babas de otros.

Demasiado conocida por algunos, pero desconocida realmente por todos, Rahab conoció, por fin, a dos hombres que no pretendían manosearla, sino que les echase una mano. Estaba ya tan harta de dar lo que exigían los que pagaban, que agradeció que aquellos israelitas no viniesen con monedas por delante, sino con los ojos llenos de miedo, y una súplica en los labios: acógenos en tu casa, donde la presencia de hombres extranjeros no es sospechosa.

Seguramente, aquellos israelitas no se habían propuesto hacer bien a nadie, pero fueron a golpear a la puerta de Jericó que más los necesitaba. Porque, a veces, Dios se ve capaz de aprovechar las situaciones más corrientes e intrascendentes para descubrirse ante tus ojos. Tan intrascendentes como abrir una puerta.

Porque nuestro Padre está siempre detrás de cada una de las cosas insignificantes (a nuestro entender) de la vida, con distintos ojos y distintos labios cada vez, pero con la misma mirada amable y las mismas palabras tiernas, esperando que algún día te decidas a abrirle la puerta y ofrecerle tu casa.

Cierto es que el acto de abrir no es aún la conversión (como no lo fue para Rahab tampoco). Abrir es, simplemente, tener la curiosidad necesaria como para querer saber quién está detrás de ese puño que golpea tu puerta. Pero es un primer e importante paso.

Tampoco hacerlo pasar a tu casa es aún la conversión. Invitarle a entrar es, simplemente, aceptar ser “molestado” por Dios, para ver si te interesa lo que te ofrece. Es ofrecerle tu atención durante unos momentos para saber lo que quiere. Pero es ya un segundo y comprometido paso. Comprometido, porque dejar hablar a Dios, aunque sea sólo por curiosidad, es correr un enorme "riesgo" (que merece la pena, por cierto).

Lo que sí denota la conversión, sin embargo, es la frase que pronuncia Rahab después de haber abierto, invitado a pasar y reconocido a sus huéspedes. Tras una sabrosa conversación con ellos (no dejes de leerla, porque no tiene desperdicio), la mujer acaba por declarar: "...porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra" (Jos.2:11).

¡Eso sí que es estar convertida! Es creer que Dios no es sólo Dios en el cielo, donde todos se portan como angelitos (¡claro!), sino también aquí abajo, en lo más profundo del corazón humano, desorientado por los errores, muchas veces propios, y esclavizado por ellos.

Convertirse es darse cuenta de que merece la pena estar en compañía de Dios, y alegrarnos de haberlo conocido. Rahab, probablemente, se "cambió de bando" (creo que acabo de dar con una nueva definición de conversión, perdonadme la inmodestia…) porque tuvo miedo de ser carne de cementerio demasiado pronto. Pero que tire la primera piedra el que no se haya planteado alguna vez que vale más vivir eternamente en el cielo, que quedarse para siempre a dos metros bajo tierra. Porque la conversión significa quererse (y dejarse querer…) lo suficiente como para elegir lo que de verdad más nos conviene.

Lo importante fue que aquella mujer, que había dejado de serlo plenamente hacía ya muchos años (tantos como tiempo hacía que se vendía a precio de carne), se dio cuenta del peligro que corría, y decidió poner remedio a su situación. Al colocar aquella pequeña cinta granate en el marco de su ventana, firmó un contrato con Dios, que iba a durar toda la vida; la de aquí y también la de Allá). Y mientras Jericó, con su muro inexpugnable (en el que precisamente vivía Rahab (Jos.2:15)), se derrumbaba, convertida en ruinas, ella edificó su casa entre los israelitas, y vivió con ellos para siempre (Jos.6:25).

La conversión de esta decidida mujer, que supo salir de los abismos de la soledad, nos muestra cómo Dios cuenta con todos para realizar sus planes, si nos decidimos a abrir la puerta, invitarle a entrar, y "cambiar de bando". Rahab pasó de ser "hija de la calle" a ser "abuela del Mesías", porque según el evangelio escrito por Mateo llegó a ser antepasada de Jesús (Mt.I:5).

¿Y tú? ¿Te querrás lo suficiente como para decidirte a entrar a formar parte de la familia de Jesús?

miércoles, 3 de marzo de 2010

MARTA: LA CHICA DE LAS SARTENES...

"Y Marta, cuando supo que Jesús venía, salió a encontrarlo" (Jn.11:17-44)

La reflexión que hoy os propongo va dirigida, sobre todo, a los chavales y chavalas que viven en hogares cristianos, que comparten por herencia la fe de sus padres, pero que necesitan dar un paso más hacia Jesús. No es que hoy los adultos me estorben. No os marchéis. Seguís siendo bienvenidos. Pero me gustaría que invitaseis a vuestros hijos a leer esto que sigue. Quizá, incluso, aprovecharlo para mantener juntos una conversación de la que podáis sacar algo bueno. Serán sólo unos minutos...

Muchas veces he leído este texto (imagino que tú también). Se trata del relato evangélico típico para hablar de la resurrección, y Lázaro es el personaje principal (junto con Jesús, evidentemente) de la historia.

Sin embargo, vamos a dejar tranquilo a Lázaro, aunque sea sólo por una vez, porque quiero hablarte de otro milagro que Jesús realizó en aquella misma ocasión, que aunque menos espectacular, será más duradero. Me estoy refiriendo a la conversión (la de verdad) de Marta.

Lázaro había muerto y Jesús, aparentemente, no había hecho nada por impedirlo. Hoy, algunos habrían intentado procesarlo, probablemente, por no asistencia a persona en peligro. Es paradójica esta actitud del Maestro cuando sabemos que era, además, su amigo del alma. Por eso, cuando Jesús se decide a ir a Betania, Marta ya lo está esperando en la puerta de su casa, con un reproche en los labios: "Si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiese muerto." (Jn. 11:21). Una frase terrible, cargada de nostalgia, de melancolía, de recuerdos y de rabia; es la expresión patética de la angustia de la pérdida.

Sin embargo, Marta no sabe que si Jesús no había estado allí cuando su hermano murió, fue, quizá, porque ella no estaba preparada para que El estuviera. Porque Marta necesitaba, para madurar su conversión, con toda probabilidad, una resurrección y no una curación. Quizá la curación no hubiese sido suficiente. Cada vez que Jesús había estado en su casa, Marta no había salido de la cocina, no había tenido (no se había dado) la oportunidad de conocer realmente al Maestro, y de creer que Él era el Mesías, el Salvador, aquel que puede devolver la vida a cualquier muerto (incluso a los muertos vivientes que plagan las calles de nuestras ciudades).

El corazón de Marta no estaba maduro aún, y la tristeza se iba a encargar de ablandárselo. Porque, a veces, sólo la desesperación nos mueve a la conversión. Cuando la situación se hace tan desesperada que ya no se piensa en el futuro, sino sólo en el dolor del presente, el ser humano se vuelve hacia Dios en busca de consuelo. Ése es el momento que Jesús aprovecha para ponerte cara a cara con tu propia conversión.

Me parece revelador el caso de Marta, porque me va a ayudar a reflexionar contigo en un tipo de conversión al que no hemos solido dar la importancia que merece: la de los hijos de padres ya cristianos. Niños que han vivido, desde la cuna, la vida religiosa de sus padres. ¿Les hace falta convertirse a ellos también?

Marta conocía muy bien a Jesus. El era íntimo de la familia desde hacía ya mucho tiempo. Probablemente todos los días se hablaba del Maestro en la casa de Lázaro, y aquella mujer había tenido la oportunidad de SABER mucho de Él. Sin embargo, quizá nunca había tenido contactos ni conversaciones personales con Jesús, porque cada vez que éste llegaba a casa, Marta estaba en la cocina preparando la comida. Marta lo sabía casi todo de Jesús.

Así lo indica la frase que le dice al Maestro: "Mas SÉ que todo lo que le pidas a Dios, Él te lo concederá." (Jn.I1:22). La palabra más importante de esta declaración es, a mi entender, ese "SÉ". Porque saber es sólo el primer peldaño en la escalera de la conversión. Marta estaba aun en él. Había dado, desde hacía tiempo ya, ese primer paso imprescindible: SABER. Pero desde entonces no había vuelto a moverse.

Ella sabía que Jesús podía hacer cosas extraordinarias, que el Maestro era un privilegiado al que Dios daría todo lo que le pidiera. Pero eso no bastaba. Porque saber no es CREER. Creer exige un compromiso que saber no pide. Que tú sepas de Jesús (prácticamente todo el mundo occidental sabe de Él) no quiere decir, obligatoriamente, que creas a Jesús, que creas lo que Él te dice. Éste es el problema que se plantea a algunos hijos de padres ya cristianos (quizá tu mismo seas uno de ellos): saben todo lo que hay que saber, pero no han intimado aún con el Maestro y, por lo tanto, no han tenido la oportunidad de convertirse de verdad.

Por ello, Jesús va a tener que realizar un milagro (quizá mayor y más difícil) antes del milagro: conseguir que Marta pase del "Sé que Tú" al "Creo en Ti". Eso es, también, la conversión: no sólo saber (incluso de memoria) lo que los padres creen sobre Jesús, sino acabar creyendo tú también, porque has sentido que Jesús te hablaba desde dentro.

Al final, después de haber dejado de lado, por una vez, los cacharros de la cocina (debía ser, por cierto, una irreductible ama de casa, porque tuvo que morirse su hermano para que se decidiese a salir de la cocina) y escuchar de verdad (y no entre plato y plato) a Jesús, Marta aprendió del todo la lección. No bastaba con saber, y la hermana de Lázaro acabó por pronunciar la frase que marcó su conversión: Pasó del "SÉ que todo lo que pidas a Dios te lo dará" al "Sí, Señor; yo HE CREÍDO que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo." (Jn.II:27).

Querido amigo/a que has nacido (felizmente) en un hogar ya cristiano: Es bueno (e imprescindible) que sigas el ejemplo de tus padres, que creas lo que ellos te explican de la religión, que te fíes de su experiencia. Pero nada podrá sustituir a tu encuentro, corazón a corazón, con Jesús. Porque sólo Él, y no tus padres, conseguirá que tu conversión sea una realidad.

Habla con Jesus, cuéntale lo que te preocupa, repróchale si es preciso, como Marta, lo que te parece injusto y deja, después, que Él se explique, que te dé sus razones, que te aclare su actitud. En una palabra, encuéntrate con Él, sincérate y permite que te haga feliz, porque es lo que está (y estás) esperando desde hace mucho tiempo. A partir de ese encuentro, te lo puedo asegurar, vivirás la vida plenamente, con alegría, con optimismo, SABIENDO y CREYENDO que Jesús estará siempre allí, contigo, porque Él es el "Hijo de Dios que ha venido a este mundo".

Tu conversión, entonces, no será más que un hermoso recuerdo. Y empezará, de pleno, tu vida al lado de Jesús.

¿De verdad que te lo vas a perder? No me lo creo...