miércoles, 24 de febrero de 2010

LOS DIEZ LEPROSOS...

"¿No hubo quien volviese y diese honra a Dios, sino este extranjero?" (Lc 17: 11-19)

Diez leprosos y Jesús. Diez despojos humanos, frente a aquél que había creado al hombre fuerte y hermoso. Es la constante que encontramos en los evangelios: Jesús y los otros. Y entre los dos polos, un abismo insalvable (a simple vista). Jesús y los diez abortos en los que se han convertido los seres humanos al apartarse de Dios. Pero de esos diez abortos, el Maestro va a conseguir, al menos, un recién nacido, un nuevo nacimiento.


Nueve son judíos y uno samaritano. Y todos viven juntos. ¡Qué curioso, y a la vez qué tragedia!: la enfermedad y la miseria consiguen, a veces, lo que no consigue la vida: que los hombres olviden sus odios raciales y se reúnan, en un mismo grupo, judíos y samaritanos.

La enfermedad los pone en posición de búsqueda y suplican a Jesús, a gritos, que los cure, porque por sí mismos no son capaces más que de aullar pidiendo auxilio.

La reacción de Jesús es, simplemente, desconcertante: los manda a los sacerdotes para que certifiquen una curación ¡que aún no ha ocurrido!. Más sorprendente será, todavía, la reacción de los leprosos a la orden de Jesús: dan media vuelta y se van. Así de sencillo. Se lo han creído, tienen fe. Los diez. Todos están convencidos (¿convertidos?) de que cuando lleguen a los sacerdotes, estarán curados. Los diez creen en Jesús. O mejor dicho, los diez creen que Jesús puede curarlos. En realidad, sólo uno de ellos creyó de verdad en Él y, por lo tanto, se convirtió.

En el propio sendero que los había traído hasta Jesús, va a ocurrir el prodigio: todos son curados, sin excepción. Diez milagros que van a devolver la ilusión a diez hombres sin esperanza. La lepra, que durante tantos años los había condenado al polvo del camino, quedará atrapada a su vez (divina ironía) en el polvo del camino.

Pero lo que la enfermedad unió (humana ironía) va a separarlo la salud: los nueve judíos siguieron su camino hacia los sacerdotes, mientras que el samaritano DIO MEDIA VUELTA para encontrarse con Jesús (quédate con el "dio media vuelta", porque luego te hablaré de él).

¿Qué decir de los nueve judíos? En realidad, creo que no eran ni buenos ni malos. Simplemente reaccionaron como si sólo algo extraordinario hubiese ocurrido en sus vidas. Aceptaron el milagro con naturalidad. La curación, probablemente, les aportó poco de nuevo, porque volvieron a ser lo que ya antes habían sido: hombres sanos, sin más.

¿Qué hay de tu encuentro con Jesus? ¿Cambió tu visión de la vida, o sigues como antes, con la misma mirada ante las cosas y las personas?

Los nueve leprosos judíos se habían acercado tan sólo para conseguir la curación (el samaritano también, por cierto) y ya estaban sanos. El prodigio sería una anécdota más que podrían contar a sus hijos y a los hijos de sus hijos. En el desierto de sus vidas se encontraron con la Fuente de Agua Viva y se contentaron con mojarse la cara para atenuar el calor. Olvidaron que el agua, además de refrescar, se bebe también (¿no?), y dejaron pasar la oportunidad de cambiar, además de por fuera, por dentro. Se perdieron la mitad del milagro, la más importante. El samaritano, no.

Aquel extranjero volvió a Jesús para darle las gracias. Había encontrado en Él algo decisivo, revolucionario para su propia vida, y quiso verlo de nuevo, de cerca. Esa media vuelta cambió su destino eterno: "Levántate, vete; este gesto tuyo te ha atraído hacia la salvación".

Ésta es la principal lección, sobre la conversión, de este relato: volver a Jesús. La curación inició el camino de salvación de aquel hombre; pero necesitaba, aún así, volver a Él. Porque aunque tu primer encuentro con el Maestro te haya puesto en el camino de la salvación (eso es convertirte), será imprescindible que cada día des media vuelta y te acerques a Jesús para “mantenerte sano”.

El samaritano comprendió que su vida no podía ser ya la misma de antes, y se volvió sobre sus pasos. Cambió su forma de pensar, y de interpretar la vida nueva que se le ofrecía: lo importante, antes, era su lepra. Lo importante, a partir de ahora, será Jesús. Además de librarse de la muerte, comprendió el sentido de la vida: volver a Jesús.

¿Lo he comprendido yo? En ésas andamos...

miércoles, 17 de febrero de 2010

EL CHICO DE LA SÁBANA

Negrita“Pero lo iba siguiendo un joven, envuelto con una simple sábana, y le echaron mano. Pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo.”
(Mc.14:51,52)

Me subyuga este personaje de los evangelios. Primero, porque es joven, probablemente adolescente aún. Segundo, porque en esta pequeña historia, de apenas dos versículos, creo descubrir todo un abanico de sensaciones compartidas con este muchacho que quiso seguir a Jesús.

Antes de nada, quiero prestar atención a este "Pero" con que empieza el relato. Porque si hay un "pero", es que la actitud de este joven difiere de la presentada en el versículo anterior. Y así es: los discípulos de Jesús, ésos que durante más de tres años habían andado con El (algunos, incluso, por encima del mar), comido con El (a veces panes y peces de las sobras de un milagro), y dormido con El (es lo que mejor sabían hacer, según el relato evangélico), descubrimos que, al ver que Jesús se dejó arrestar sin ofrecer resistencia, huyeron despavoridos y abandonaron al Maestro. Tuvieron miedo y se "rajaron".

"Pero lo iba siguiendo un joven...". Un muchacho anónimo, sin historia (por lo menos hasta ahora), sin nombre ni ropa, del que sólo se nos cuenta una sesión de "striptease". Quizá, ya acostado, oyó hablar a sus padres del posible arresto del Maestro, y no soportando la idea de no volver a ver a aquél que lo había tenido, probablemente, encima de sus rodillas, y le había dicho al oído que el Cielo era para los chicos como él, se levantó de la cama y, sin tiempo para vestirse, cogió la sábana y salió a la calle en busca de su "ídolo" (en el más estricto sentido del término).

Para cuando lo encontró, en el huerto de Getsemaní, Jesús ya había sido arrestado y estaba siendo conducido al Sanedrín, a fuerza de empujones y de golpes. El muchacho sintió miedo, pero decidió seguirlo de cerca. Tan de cerca, que fue tomado por sospechoso y los soldados intentaron apresarlo, agarrándolo por la sábana.

Creo que el muchacho, para aquel entonces, ya estaba convertido. Si no, no hubiese arriesgado lo que arriesgó. Sus diferentes encuentros con Jesús lo habían marcado profundamente. Así definiría yo la conversión: las marcas imborrables que dejan nuestros encuentros con Jesús, y que nos empujan a echarnos a la calle, para hacer algo por El.

Sin embargo, aunque ya convertido, el chaval falló estrepitosamente en un momento difícil, y abandonó también a Jesús. Porque la conversión no nos hace perfectos, ni infalibles. Convertirse es decir nuestro primer sí sincero al Maestro, en un camino que estará plagado de otros síes, y de muchos noes. La conversión es decidir seguir a Jesús, cueste lo que cueste, aunque no lleguemos a hacerlo siempre de cerca.

El caso del chico de la sábana, que según la tradición era Juan Marcos, nos ayuda a comprender este aspecto de la conversión. Aquel joven huidizo, que volvió a huir, años más tarde, de sus responsabilidades como predicador al lado de Pablo y Bernabé (Hch.I5:37,38), encontró al fin el rumbo, y acabó por escribir nada más y nada menos que el segundo libro del Nuevo Testamento, el evangelio según San Marcos.

No deberíamos dejarnos desesperar por nuestros errores, ni dudar de nuestra conversión cada vez que nos equivocamos. Convertirse es sólo el principio de un camino a recorrer tras las huellas del Maestro. Hay que darle tiempo a Jesús. Ya llegará el día en que lo que ahora nos parece imposible de vencer, no será más que un recuerdo. Juan Marcos es el vivo ejemplo: en un momento de debilidad, o de miedo, huyó de Jesús y se quedó desnudo (como nos quedamos todos, siempre que nos separamos de El), pero supo levantar la cabeza, recobrar la esperanza, y contar su historia, una y otra vez, a los millones de cristianos que cada día leen su evangelio.