De nuevo una mujer es la protagonista del relato bíblico que te propongo esta vez. Una de las prostitutas más populares de las Escrituras (qué mal suena eso, ¿no?). Y sin embargo, esta señora, hija de la calle y amiga de las esquinas y los tugurios, supo escoger al final, que suele ser el momento más importante (y el más difícil para escoger), lo mejor para ella y su familia (cosa que, con su oficio, no le era siempre posible).
Acostumbrada a decir siempre que sí, aún con asco o con cosas peores, quiso aprovechar una de las pocas oportunidades que se le ofrecieron de ser ella misma, sin miradas artificiales ni síes con sabor a las babas de otros.
Demasiado conocida por algunos, pero desconocida realmente por todos, Rahab conoció, por fin, a dos hombres que no pretendían manosearla, sino que les echase una mano. Estaba ya tan harta de dar lo que exigían los que pagaban, que agradeció que aquellos israelitas no viniesen con monedas por delante, sino con los ojos llenos de miedo, y una súplica en los labios: acógenos en tu casa, donde la presencia de hombres extranjeros no es sospechosa.
Seguramente, aquellos israelitas no se habían propuesto hacer bien a nadie, pero fueron a golpear a la puerta de Jericó que más los necesitaba. Porque, a veces, Dios se ve capaz de aprovechar las situaciones más corrientes e intrascendentes para descubrirse ante tus ojos. Tan intrascendentes como abrir una puerta.
Porque nuestro Padre está siempre detrás de cada una de las cosas insignificantes (a nuestro entender) de la vida, con distintos ojos y distintos labios cada vez, pero con la misma mirada amable y las mismas palabras tiernas, esperando que algún día te decidas a abrirle la puerta y ofrecerle tu casa.
Cierto es que el acto de abrir no es aún la conversión (como no lo fue para Rahab tampoco). Abrir es, simplemente, tener la curiosidad necesaria como para querer saber quién está detrás de ese puño que golpea tu puerta. Pero es un primer e importante paso.
Tampoco hacerlo pasar a tu casa es aún la conversión. Invitarle a entrar es, simplemente, aceptar ser “molestado” por Dios, para ver si te interesa lo que te ofrece. Es ofrecerle tu atención durante unos momentos para saber lo que quiere. Pero es ya un segundo y comprometido paso. Comprometido, porque dejar hablar a Dios, aunque sea sólo por curiosidad, es correr un enorme "riesgo" (que merece la pena, por cierto).
Lo que sí denota la conversión, sin embargo, es la frase que pronuncia Rahab después de haber abierto, invitado a pasar y reconocido a sus huéspedes. Tras una sabrosa conversación con ellos (no dejes de leerla, porque no tiene desperdicio), la mujer acaba por declarar: "...porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra" (Jos.2:11).
¡Eso sí que es estar convertida! Es creer que Dios no es sólo Dios en el cielo, donde todos se portan como angelitos (¡claro!), sino también aquí abajo, en lo más profundo del corazón humano, desorientado por los errores, muchas veces propios, y esclavizado por ellos.
Convertirse es darse cuenta de que merece la pena estar en compañía de Dios, y alegrarnos de haberlo conocido. Rahab, probablemente, se "cambió de bando" (creo que acabo de dar con una nueva definición de conversión, perdonadme la inmodestia…) porque tuvo miedo de ser carne de cementerio demasiado pronto. Pero que tire la primera piedra el que no se haya planteado alguna vez que vale más vivir eternamente en el cielo, que quedarse para siempre a dos metros bajo tierra. Porque la conversión significa quererse (y dejarse querer…) lo suficiente como para elegir lo que de verdad más nos conviene.
Lo importante fue que aquella mujer, que había dejado de serlo plenamente hacía ya muchos años (tantos como tiempo hacía que se vendía a precio de carne), se dio cuenta del peligro que corría, y decidió poner remedio a su situación. Al colocar aquella pequeña cinta granate en el marco de su ventana, firmó un contrato con Dios, que iba a durar toda la vida; la de aquí y también la de Allá). Y mientras Jericó, con su muro inexpugnable (en el que precisamente vivía Rahab (Jos.2:15)), se derrumbaba, convertida en ruinas, ella edificó su casa entre los israelitas, y vivió con ellos para siempre (Jos.6:25).
La conversión de esta decidida mujer, que supo salir de los abismos de la soledad, nos muestra cómo Dios cuenta con todos para realizar sus planes, si nos decidimos a abrir la puerta, invitarle a entrar, y "cambiar de bando". Rahab pasó de ser "hija de la calle" a ser "abuela del Mesías", porque según el evangelio escrito por Mateo llegó a ser antepasada de Jesús (Mt.I:5).
¿Y tú? ¿Te querrás lo suficiente como para decidirte a entrar a formar parte de la familia de Jesús?