miércoles, 17 de marzo de 2010

RAHAB, LA RAMERA DE JERICÓ

"Y ellos fueron, y entraron en casa de una ramera que se llamaba Rahab, y se refugiaron allí" (Josué 2: 1-24)

De nuevo una mujer es la protagonista del relato bíblico que te propongo esta vez. Una de las prostitutas más populares de las Escrituras (qué mal suena eso, ¿no?). Y sin embargo, esta señora, hija de la calle y amiga de las esquinas y los tugurios, supo escoger al final, que suele ser el momento más importante (y el más difícil para escoger), lo mejor para ella y su familia (cosa que, con su oficio, no le era siempre posible).

Acostumbrada a decir siempre que sí, aún con asco o con cosas peores, quiso aprovechar una de las pocas oportunidades que se le ofrecieron de ser ella misma, sin miradas artificiales ni síes con sabor a las babas de otros.

Demasiado conocida por algunos, pero desconocida realmente por todos, Rahab conoció, por fin, a dos hombres que no pretendían manosearla, sino que les echase una mano. Estaba ya tan harta de dar lo que exigían los que pagaban, que agradeció que aquellos israelitas no viniesen con monedas por delante, sino con los ojos llenos de miedo, y una súplica en los labios: acógenos en tu casa, donde la presencia de hombres extranjeros no es sospechosa.

Seguramente, aquellos israelitas no se habían propuesto hacer bien a nadie, pero fueron a golpear a la puerta de Jericó que más los necesitaba. Porque, a veces, Dios se ve capaz de aprovechar las situaciones más corrientes e intrascendentes para descubrirse ante tus ojos. Tan intrascendentes como abrir una puerta.

Porque nuestro Padre está siempre detrás de cada una de las cosas insignificantes (a nuestro entender) de la vida, con distintos ojos y distintos labios cada vez, pero con la misma mirada amable y las mismas palabras tiernas, esperando que algún día te decidas a abrirle la puerta y ofrecerle tu casa.

Cierto es que el acto de abrir no es aún la conversión (como no lo fue para Rahab tampoco). Abrir es, simplemente, tener la curiosidad necesaria como para querer saber quién está detrás de ese puño que golpea tu puerta. Pero es un primer e importante paso.

Tampoco hacerlo pasar a tu casa es aún la conversión. Invitarle a entrar es, simplemente, aceptar ser “molestado” por Dios, para ver si te interesa lo que te ofrece. Es ofrecerle tu atención durante unos momentos para saber lo que quiere. Pero es ya un segundo y comprometido paso. Comprometido, porque dejar hablar a Dios, aunque sea sólo por curiosidad, es correr un enorme "riesgo" (que merece la pena, por cierto).

Lo que sí denota la conversión, sin embargo, es la frase que pronuncia Rahab después de haber abierto, invitado a pasar y reconocido a sus huéspedes. Tras una sabrosa conversación con ellos (no dejes de leerla, porque no tiene desperdicio), la mujer acaba por declarar: "...porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra" (Jos.2:11).

¡Eso sí que es estar convertida! Es creer que Dios no es sólo Dios en el cielo, donde todos se portan como angelitos (¡claro!), sino también aquí abajo, en lo más profundo del corazón humano, desorientado por los errores, muchas veces propios, y esclavizado por ellos.

Convertirse es darse cuenta de que merece la pena estar en compañía de Dios, y alegrarnos de haberlo conocido. Rahab, probablemente, se "cambió de bando" (creo que acabo de dar con una nueva definición de conversión, perdonadme la inmodestia…) porque tuvo miedo de ser carne de cementerio demasiado pronto. Pero que tire la primera piedra el que no se haya planteado alguna vez que vale más vivir eternamente en el cielo, que quedarse para siempre a dos metros bajo tierra. Porque la conversión significa quererse (y dejarse querer…) lo suficiente como para elegir lo que de verdad más nos conviene.

Lo importante fue que aquella mujer, que había dejado de serlo plenamente hacía ya muchos años (tantos como tiempo hacía que se vendía a precio de carne), se dio cuenta del peligro que corría, y decidió poner remedio a su situación. Al colocar aquella pequeña cinta granate en el marco de su ventana, firmó un contrato con Dios, que iba a durar toda la vida; la de aquí y también la de Allá). Y mientras Jericó, con su muro inexpugnable (en el que precisamente vivía Rahab (Jos.2:15)), se derrumbaba, convertida en ruinas, ella edificó su casa entre los israelitas, y vivió con ellos para siempre (Jos.6:25).

La conversión de esta decidida mujer, que supo salir de los abismos de la soledad, nos muestra cómo Dios cuenta con todos para realizar sus planes, si nos decidimos a abrir la puerta, invitarle a entrar, y "cambiar de bando". Rahab pasó de ser "hija de la calle" a ser "abuela del Mesías", porque según el evangelio escrito por Mateo llegó a ser antepasada de Jesús (Mt.I:5).

¿Y tú? ¿Te querrás lo suficiente como para decidirte a entrar a formar parte de la familia de Jesús?

miércoles, 3 de marzo de 2010

MARTA: LA CHICA DE LAS SARTENES...

"Y Marta, cuando supo que Jesús venía, salió a encontrarlo" (Jn.11:17-44)

La reflexión que hoy os propongo va dirigida, sobre todo, a los chavales y chavalas que viven en hogares cristianos, que comparten por herencia la fe de sus padres, pero que necesitan dar un paso más hacia Jesús. No es que hoy los adultos me estorben. No os marchéis. Seguís siendo bienvenidos. Pero me gustaría que invitaseis a vuestros hijos a leer esto que sigue. Quizá, incluso, aprovecharlo para mantener juntos una conversación de la que podáis sacar algo bueno. Serán sólo unos minutos...

Muchas veces he leído este texto (imagino que tú también). Se trata del relato evangélico típico para hablar de la resurrección, y Lázaro es el personaje principal (junto con Jesús, evidentemente) de la historia.

Sin embargo, vamos a dejar tranquilo a Lázaro, aunque sea sólo por una vez, porque quiero hablarte de otro milagro que Jesús realizó en aquella misma ocasión, que aunque menos espectacular, será más duradero. Me estoy refiriendo a la conversión (la de verdad) de Marta.

Lázaro había muerto y Jesús, aparentemente, no había hecho nada por impedirlo. Hoy, algunos habrían intentado procesarlo, probablemente, por no asistencia a persona en peligro. Es paradójica esta actitud del Maestro cuando sabemos que era, además, su amigo del alma. Por eso, cuando Jesús se decide a ir a Betania, Marta ya lo está esperando en la puerta de su casa, con un reproche en los labios: "Si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiese muerto." (Jn. 11:21). Una frase terrible, cargada de nostalgia, de melancolía, de recuerdos y de rabia; es la expresión patética de la angustia de la pérdida.

Sin embargo, Marta no sabe que si Jesús no había estado allí cuando su hermano murió, fue, quizá, porque ella no estaba preparada para que El estuviera. Porque Marta necesitaba, para madurar su conversión, con toda probabilidad, una resurrección y no una curación. Quizá la curación no hubiese sido suficiente. Cada vez que Jesús había estado en su casa, Marta no había salido de la cocina, no había tenido (no se había dado) la oportunidad de conocer realmente al Maestro, y de creer que Él era el Mesías, el Salvador, aquel que puede devolver la vida a cualquier muerto (incluso a los muertos vivientes que plagan las calles de nuestras ciudades).

El corazón de Marta no estaba maduro aún, y la tristeza se iba a encargar de ablandárselo. Porque, a veces, sólo la desesperación nos mueve a la conversión. Cuando la situación se hace tan desesperada que ya no se piensa en el futuro, sino sólo en el dolor del presente, el ser humano se vuelve hacia Dios en busca de consuelo. Ése es el momento que Jesús aprovecha para ponerte cara a cara con tu propia conversión.

Me parece revelador el caso de Marta, porque me va a ayudar a reflexionar contigo en un tipo de conversión al que no hemos solido dar la importancia que merece: la de los hijos de padres ya cristianos. Niños que han vivido, desde la cuna, la vida religiosa de sus padres. ¿Les hace falta convertirse a ellos también?

Marta conocía muy bien a Jesus. El era íntimo de la familia desde hacía ya mucho tiempo. Probablemente todos los días se hablaba del Maestro en la casa de Lázaro, y aquella mujer había tenido la oportunidad de SABER mucho de Él. Sin embargo, quizá nunca había tenido contactos ni conversaciones personales con Jesús, porque cada vez que éste llegaba a casa, Marta estaba en la cocina preparando la comida. Marta lo sabía casi todo de Jesús.

Así lo indica la frase que le dice al Maestro: "Mas SÉ que todo lo que le pidas a Dios, Él te lo concederá." (Jn.I1:22). La palabra más importante de esta declaración es, a mi entender, ese "SÉ". Porque saber es sólo el primer peldaño en la escalera de la conversión. Marta estaba aun en él. Había dado, desde hacía tiempo ya, ese primer paso imprescindible: SABER. Pero desde entonces no había vuelto a moverse.

Ella sabía que Jesús podía hacer cosas extraordinarias, que el Maestro era un privilegiado al que Dios daría todo lo que le pidiera. Pero eso no bastaba. Porque saber no es CREER. Creer exige un compromiso que saber no pide. Que tú sepas de Jesús (prácticamente todo el mundo occidental sabe de Él) no quiere decir, obligatoriamente, que creas a Jesús, que creas lo que Él te dice. Éste es el problema que se plantea a algunos hijos de padres ya cristianos (quizá tu mismo seas uno de ellos): saben todo lo que hay que saber, pero no han intimado aún con el Maestro y, por lo tanto, no han tenido la oportunidad de convertirse de verdad.

Por ello, Jesús va a tener que realizar un milagro (quizá mayor y más difícil) antes del milagro: conseguir que Marta pase del "Sé que Tú" al "Creo en Ti". Eso es, también, la conversión: no sólo saber (incluso de memoria) lo que los padres creen sobre Jesús, sino acabar creyendo tú también, porque has sentido que Jesús te hablaba desde dentro.

Al final, después de haber dejado de lado, por una vez, los cacharros de la cocina (debía ser, por cierto, una irreductible ama de casa, porque tuvo que morirse su hermano para que se decidiese a salir de la cocina) y escuchar de verdad (y no entre plato y plato) a Jesús, Marta aprendió del todo la lección. No bastaba con saber, y la hermana de Lázaro acabó por pronunciar la frase que marcó su conversión: Pasó del "SÉ que todo lo que pidas a Dios te lo dará" al "Sí, Señor; yo HE CREÍDO que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo." (Jn.II:27).

Querido amigo/a que has nacido (felizmente) en un hogar ya cristiano: Es bueno (e imprescindible) que sigas el ejemplo de tus padres, que creas lo que ellos te explican de la religión, que te fíes de su experiencia. Pero nada podrá sustituir a tu encuentro, corazón a corazón, con Jesús. Porque sólo Él, y no tus padres, conseguirá que tu conversión sea una realidad.

Habla con Jesus, cuéntale lo que te preocupa, repróchale si es preciso, como Marta, lo que te parece injusto y deja, después, que Él se explique, que te dé sus razones, que te aclare su actitud. En una palabra, encuéntrate con Él, sincérate y permite que te haga feliz, porque es lo que está (y estás) esperando desde hace mucho tiempo. A partir de ese encuentro, te lo puedo asegurar, vivirás la vida plenamente, con alegría, con optimismo, SABIENDO y CREYENDO que Jesús estará siempre allí, contigo, porque Él es el "Hijo de Dios que ha venido a este mundo".

Tu conversión, entonces, no será más que un hermoso recuerdo. Y empezará, de pleno, tu vida al lado de Jesús.

¿De verdad que te lo vas a perder? No me lo creo...