lunes, 7 de marzo de 2011

HASTA PRONTO...

Estimados amigos:

Algunos problemillas de salud me están impidiendo últimamente atender el blog como me gusta hacerlo: con seriedad y rigor. Algunas veces lo he conseguido. Otras no. Pero ahora me siento incapaz siquiera de intentarlo.

Por ello, voy a dejar pasar un tiempo sin publicar entradas, hasta que me recupere del todo. No os preocupéis: no es nada grave. Sólo que creo que la historia de este blog merece un seguimiento digno, y siento que ahora no se lo estoy dando.

De todas formas, si alguien en alguna ocasión tiene un texto que quiera ver publicado, no tiene más que ponerse en contacto conmigo (jrjunqueras@telefonica.net) y hacérmelo llegar. Con mucho gusto lo publicaremos.

Muchas gracias por todo el apoyo que nos habéis dispensado hasta ahora. Espero con ilusión el momento en que estoy empiece a rodar de nuevo.

Abrazos para tod@s.

lunes, 17 de enero de 2011

El Dios de Jesús debería ser el nuestro...


El Dios de Jesús es el Padre, del que Jesús habla constantemente. Es el Padre bueno. Y es bueno con todos. El Padre que manda su sol sobre justos y pecadores; y la lluvia sobre buenos y malos. El Padre que acoge al hijo perdido, sin reprocharle nada, sin pedirle explicaciones, ni exigirle cuentas. El Padre que quiere tanto a su hijo extraviado, que, cuando vuelve a la casa, muerto de hambre, el Padre le pone lo mejor que tiene y le organiza una fiesta por todo lo alto. Pero, sobre todo, es el Padre que se nos da a conocer y se nos revela en Jesús. De forma que, cuando el apóstol Felipe le dice a Jesús "enséñanos al Padre", Jesús le contesta: "Felipe, ¿todavía no me conoces?". Y añade el mismo Jesús: "Felipe, el que me ve a mí, está viendo al Padre" (Jn 14, 8-10).

Ver a aquel hombre, Jesús, que acababa de cenar con los demás y como los demás, en aquel hombre bueno se veía a Dios, se conocía a Dios. En el hombre Jesús, se revelaba Dios. Es decir, en Jesús conocemos a Dios. Por eso, es una tesis fundamental de la teología del Nuevo Testamento que Jesús es el Revelador de Dios y la Revelación de Dios.

Creo que es bueno seguir ese camino: conocer a Dios a través de Jesús. Y, por lo tanto, nada que se aparte de la imagen que de Dios da Jesús puede ser revelación para los hombres. Y así vamos comparando la imagen que nos hemos hecho del Dios del AT con la que nos ofrece Jesús. Y es de vital importancia para los que nos llamamos cristianos usar ese filtro. ¿Hubiera hecho Jesús esta cosa, o tal otra, si hubiera vivido en los tiempos del diluvio, o en los de Sodoma y Gomorra? ¿Hubiera Jesús matado a Uza por tocar el arca de la alianza para que no cayese al suelo?  O, incluso, este filtro vale también para algunos relatos del NT: ¿Hubiera Jesús matado a Ananías y Safira por engañar a la iglesia cristiana primitiva? Hay que aprender a conocer a Dios leyendo los evangelios antes que ninguna otra cosa. Una vez comprendido esto, podemos acudir al AT con la fortaleza que da saber cómo actuaría Jesús en cada caso, y aplicar ese filtro a nuestro Padre Dios.

Algunos buenos cristianos (o al menos así los considero yo) parecen querer hacer, sin embargo, el camino contrario: conocer a Jesús a través de Dios. Es decir, se han hecho una imagen de Dios a través del AT y la emplean para intentar entender a Jesús. Y, así, con todas las deformaciones antropomórficas derivadas de una lectura “a pelo” del AT, se imaginan a Jesús leyendo de forma sobrenatural el pensamiento de la gente, o incapaz por naturaleza de ceder a una tentación, o ajeno a lo que significa para nosotros levantarse un día con el pie izquierdo.

Cuando piensan así mis amigos cristianos, se me antoja que lo que les ocurre es que leen a Jesús desde la luz del AT, y no el AT desde la luz de Jesús. Sin embargo, ser cristiano es ser de Cristo, tenerlo como luz y guía de nuestras vidas y de nuestros pensamientos. También de nuestra forma de entender la religión y a Dios. Y, para mí, sólo hay una solución a todo esto: cuando queremos leer la Biblia, hay que hacerlo desde atrás hacia delante, y no desde delante hacia atrás. Conocer primero a Jesús, cómo se comportaba con los que le rodeaban, con los ricos, con los sacerdotes, con los religiosos fariseos, y también con los pobres, con los pecadores, con las paganas prostitutas. Una vez realizado este ejercicio, entonces podremos comprender mejor el AT, y de dónde provienen realmente tantos excesos de violencia divina. Y también de dónde surge el Dios de los ejércitos, el Yahvé Sebaot, que vence y destroza a sus enemigos....

Conocemos a Dios desde Jesús. Es decir, en la humanidad, en la bondad, en la cercanía y en la entrañable generosidad de Jesús, ahí es donde conocemos a Dios y en quien conocemos a Dios.

El Dios de Jesús se revela a los discípulos en la pesca del lago: es lo que sintió Pedro y le hizo postrarse ante Jesús (Lc 5, 1-11). Pero el Dios que Pedro percibió en Jesús, no es un Dios que se localiza en "lo sagrado" del monte santo o del templo consagrado. El Dios de Jesús se revela en "lo profano" del trabajo y la convivencia, que jamás produce miedo, sino que siempre ofrece acogida, salud, pan, respeto, tolerancia, cercanía, sobre todo cercanía a los más despreciados y desgraciados.

No podemos olvidar a Felipe: preguntó por Dios (el Padre), y Jesús le dijo: "Felipe, ¿tanto tiempo viviendo conmigo y todavía no me conoces?" Felipe preguntaba por Dios. Y Jesús se presentó como Dios. En Jesús, se veía y se palpaba a Dios.

Según es el Dios en el que cada uno cree, así es la fe que cada cual tiene. Para muchos, la fe nos relaciona con el "otro mundo". La fe que presenta Jesús, sin embargo, nos mete de lleno en "este mundo". Se dirá que lo uno es compatible con lo otro. Es más, que lo uno es complementario de lo otro. Y es verdad. Pero no es lo mismo subirse al cielo y, desde la otra vida, mirar a la tierra y organizar esta vida, que meterse de lleno, encarnarse, en el espesor y hasta en la dureza de esta vida y de esta tierra. Y desde aquí, a fuerza de generosidad y perseverancia, hacer soportable este mundo, con la esperanza de que (si todo esto es cierto y desde nuestras dudas y oscuridades) Dios nos concederá la plenitud de vida que anhelamos.

Me parece "peligroso" pretender organizar "esta" vida desde la "otra" vida. Yo prefiero esperar en la "otra" viviendo con honradez (en cuanto eso me es posible) en "ésta". Porque ya estoy cansado y escandalizado de quienes se ven a sí mismos como portavoces de los designios divinos. Y así, desde las verdades y decisiones absolutas de la otra vida, no dudan en complicarle esta vida a mucha gente.
Insisto: según es el Dios en el que uno cree, así es la fe que tiene. Y así es también la vida que vive.

lunes, 20 de diciembre de 2010

EMMANUEL, DIOS ESTÁ CON NOSOTROS



Antes de que nazca Jesús en Belén, Mateo declara que llevará el nombre de «Emmanuel», que significa «Dios-con-nosotros». Su indicación no deja de ser sorprendente, pues no es el nombre con que Jesús fue conocido, y el evangelista lo sabe muy bien. En realidad, Mateo está ofreciendo a sus lectores la clave para acercarnos al relato que nos va a ofrecer de Jesús, viendo en su persona, en sus gestos, en su mensaje y en su vida entera el misterio de Dios compartiendo nuestra vida. Esta fe anima y sostiene a quienes seguimos a Jesús.
Dios está con nosotros. No pertenece a una religión u otra. No es propiedad de los cristianos. Tampoco de los buenos. Es de todos sus hijos e hijas. Está con los que lo invocan y con los que lo ignoran, pues habita en todo corazón humano, acompañando a cada uno en sus gozos y sus penas. Nadie vive sin su bendición.
Dios está con nosotros. No escuchamos su voz. No vemos su rostro. Su presencia humilde y discreta, cercana e íntima, nos puede pasar inadvertida. Si no ahondamos en nuestro corazón, nos parecerá que caminamos solos por la vida.
Dios está con nosotros. No grita. No fuerza a nadie. Respeta siempre. Es nuestro mejor amigo. Nos atrae hacia lo bueno, lo hermoso, lo justo. En él podemos encontrar luz humilde y fuerza vigorosa para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
Dios está con nosotros. Cuando nadie nos comprende, él nos acoge. En momentos de dolor y depresión, nos consuela. En la debilidad y la impotencia nos sostiene. Siempre nos está invitando a amar la vida, a cuidarla y hacerla siempre mejor.
Dios está con nosotros. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Y en todos está llamándonos a construir una vida más justa y fraterna, más digna para todos, empezando por los últimos.
Dios está con nosotros. Despierta nuestra responsabilidad y pone en pie nuestra dignidad. Fortalece nuestro espíritu para no terminar esclavos de cualquier ídolo. Está con nosotros salvando lo que nosotros podemos echar a perder.
Dios está con nosotros. Está en la vida y estará en la muerte. Nos acompaña cada día y nos acogerá en la hora final. También entonces estará abrazando a cada hijo o hija, rescatándonos para la vida eterna.
Dios está con nosotros. Esto es lo que celebramos los cristianos en las fiestas de Navidad: creyentes, menos creyentes, malos creyentes y casi increyentes. Esta fe sostiene nuestra esperanza y pone alegría en nuestras vidas.

Así que, como Dios está con nosotros... Feliz Navidad.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LO MÁS SAGRADO...


He hablado en este blog, muchas veces ya, del respeto al otro, de la tolerancia con los demás, del amor a los otros. Hoy daré un paso más. Quienes tenemos creencias religiosas basadas en el Evangelio, en Jesús, en la tradición cristiana, si es que pretendemos ser coherentes con tales creencias, tendríamos que tomar en serio que no basta con el “respeto” al otro. Hay que llegar hasta la “sacralización” del otro.


En la teología cristiana tenemos, entre otros, un vacío importante. El vacío de una buena teología y de una buena experiencia de “lo sagrado”, vivido cristianamente. Para el cristianismo, como para las demás religiones, “lo sagrado” es el templo, el púlpito, el estrado, las imágenes de los santos, los días sagrados, las personas consagradas. Es decir, los cristianos, como los demás hombres religiosos del mundo, hemos sacralizado cosas, objetos, cargos, en los que pensamos que encontramos a Dios y nos relacionamos con Dios. En esto, el cristianismo no ha hecho sino imitar o copiar lo que venían haciendo todas las religiones desde tiempos antiquísimos.


Pero ha llegado la hora de que los cristianos afrontemos de verdad una cuestión capital: el vacío de los templos, el poco apego que se tiene a las cosas de la religión; es la ocasión privilegiada que los “signos de los tiempos” nos sirven en bandeja, para que caigamos en la cuenta de que se está produciendo un “desplazamiento” de lo sagrado, una auténtica “metamorfosis” de lo sagrado, que no es un atentado contra la religión y contra Dios. No, no es eso.


Se trata, por el contrario, de una “recuperación” de lo sagrado en el sentido auténtico que le dio Jesús y que se encuentra en el cristianismo naciente: en los evangelios, en las cartas de Pablo, en la Iglesia primitiva.
Sabemos que Jesús dijo del templo que había sido convertido en una cueva de bandidos. Los sumos sacerdotes no aparecen nunca en los evangelios como oficiantes de lo sagrado, sino como agentes de sufrimiento y muerte. El Sanedrín vio en Jesús la más seria amenaza precisamente para el templo (Jn 11, 48). Y por eso dictó pena de muerte contra él (Jn 11, 53). En el juicio religioso, teniendo tantas cosas como los dirigentes religiosos tenían contra Jesús, la acusación suprema que hicieron para condenarle fue su ataque al templo (Mc 14, 58 par). Y lo mismo hay que decir de las burlas ante la cruz (Mt 27, 39-44 par).


Por lo demás, sabemos que Jesús le dijo a una mujer samaritana que había llegado la hora en que se acabó la adoración a Dios en este templo o en aquél. Lo que Dios quiere es la adoración “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24). Y después de la resurrección, el primer mártir, Esteban, les dijo a los dirigentes judíos que “el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas” (Hech 7, 48).


Entonces, ¿dónde está Dios? San Pablo les dijo a los cristianos de Corinto: “vosotros sois el templo de Dios” (1 Cor 3, 16-17). Más aún, el cuerpo de cada ser humano es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19). Y el mismo Jesús había dicho: “donde dos o tres se reúnen... allí estoy yo” (Mt 18, 20). Y todavía más claro: Jesús insistió en que quien “recibe” (Mt 10, 40), “acoge” (Mc 9, 37) o “escucha” (Lc 10, 16; cf. Jn 13, 20) a alguien, por pequeño que sea, es a Dios mismo a quien recibe, acoge o escucha.


Nada tiene de extraño entonces que, en el juicio final, el Señor dicte sentencia afirmando: “lo que hicisteis con uno de estos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
La cosa está clara. Jesús sacó a Dios de los sitios sagrados, lo separó de los objetos sagrados, de los tiempos sagrados, etc. Y puso a Dios en cada ser humano. De manera que lo que le hacemos a cada ser humano, es a Dios a quien se lo hacemos. Y Jesús no puso límites, ni condiciones, ni hizo separaciones. También en las cárceles está Dios: “estuve preso y fuisteis a visitarme”.


Lo que pasa es que nosotros hemos vuelto a meter a Dios en el templo, le hemos construido catedrales, iglesias, capillas de todas clases... Y nos pensamos ingenuamente que Dios está en los altares, honrado y respetado, como se merece. Cuando la verdad es que a Dios le faltamos al respeto siempre que no respetamos a alguien. Y mucho más cuando ofendemos, nos aprovechamos, robamos, matamos o simplemente le amargamos la vida a quien sea.


A Dios lo humillamos y lo torturamos todos los días, a todas horas y en todas partes.
Y que nadie me venga diciendo que esto es sacar las cosas de quicio. A no ser que, efectivamente, nos hayamos echado el alma a las espaldas y estemos realmente persuadidos de que donde mejor está Dios es metido en su templo de siempre. Porque en la calle, en la casa, en el trabajo y en el paro, en el bar y donde sea, se está mejor sin dios.


Cuando la verdad es que donde no nos gusta que esté (en cada persona), allí es donde, a ciencia cierta, está el Señor.

miércoles, 13 de octubre de 2010

LA FE Y LAS OBRAS

Continuando con las reflexiones que realizábamos en la anterior entrada (pido perdón por el excesivo tiempo que ha pasado entre aquélla y ésta...) quiero proponeros unas cuantas ideas sobre este asunto que tantos ríos de tinta (y de sangre, en muchas ocasiones...) ha hecho verter.


Muchas veces me preguntan cómo compatibilizar, en el ámbito de lo religioso, este binomio tan raro, a veces paradójico, entre fe y obras, entre Ley y Amor.

¿Se nos juzgará por la fe? Por supuesto que sí. Pero... ¿se nos juzgará por las obras? Pues creo que también... De hecho, sólo así podemos entender que los mensajes de Pablo y de Santiago, por ejemplo, no se contradigan, y no acaben produciendo en el creyente una especie de esquizofrenia espiritual.

¿Qué es más importante entonces, la fe o las obras? Cuando me plantean esta pregunta, sospecho. Lo hago porque, en el fondo, se está planteando una dicotomía inexistente en el Nuevo Testamento, del que somos herederos. La relación entre fe y obras no es disyuntiva, ni en Jesús, ni en las cartas del Nuevo Testamento, ni en la mentalidad de la iglesia primitiva. No es disyuntiva sino, al contrario, copulativa. Intentaré explicarme, porque mis amigos liberales estarán pensando que me he vuelto loco, y mis amigos legalistas se estarán frotando las manos, quizá sin razón ninguno de los dos:

Que quede bien claro: a mi entender, a la salvación sólo se puede acceder mediante la fe. Este requisito, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento significa, ante todo, adhesión, no se enfoca en la Biblia hacia verdades, o hacia dogmas, sino hacia personas. En el Antiguo, hacia el Padre. En el Nuevo, hacia Jesús de Nazareth, que asume la misión de revelarnos al verdadero Padre, cuyo único signo de carácter es el amor. Pero cuando alguien se adhiere a una persona, no lo hace a una sombra, o a una entelequia. Eso es primar el dogma, las supuestas verdades que nos parece encontrar. Adherirse a alguien es hacerlo a su forma de ser y actuar. Es abrazar su proyecto de vida, lo nuclear de su razón de ser.

Así que la fe, que nos permite descubrir el proyecto de salvación de Jesús, significa, en primer lugar, adherirnos a su proyecto, y abrazarlo hasta sus últimas consecuencias.

Pues bien... ahora soy yo el que planteo una pregunta: ¿Podemos decir que el proyecto de vida de Jesús de Nazareth, su novedad, lo nuclear de su mensaje, fue enseñar que hay que cumplir la Ley? En absoluto. Eso no era ninguna novedad. Cientos y cientos de escribas y fariseos centraban su vida en enseñar eso mismo. Lo nuclear del mensaje de Jesús, aquello en lo que se empleó a fondo, fue la compasión, que mueve a la acción a favor de los demás. Para Jesús, los frutos de la compasión era lo que demostraba que el Reino de los Cielos se ha acercado. Sentir la necesidad del otro como si fuera propia. Ese fue el proyecto de Reino de Jesús de Nazareth, y ése es el estilo de vida al que nos propone adherirnos (tener fe, dar crédito...).

Por ello, en la parábola del juicio final, Jesús se centra, de nuevo, en lo nuclear de su mensaje, en lo que ha sido su bandera durante su corto ministerio. Nadie que es incapaz de compadecerse entrará en el Reino de los Cielos. Nadie que no muestre respeto por el sufrimiento de los demás ha conocido a Dios. Quien dice amarle pero no se compadece de los pequeñitos, no tiene fe, no se ha adherido a su proyecto. El Juicio de Dios (que en la parábola es el Hijo del Hombre, es decir Él mismo) no consiste, por lo tanto, en la anotación detallada de las buenas acciones o de las faltas. Es una separación entre los que se han compadecido de los que sufren, y se han ocupado de ellos, y los que no lo han hecho.

Así que "las obras" por las que será juzgada nuestra adhesión al proyecto de Dios, que nosotros nos empeñamos, de forma inconsecuente, en contraponer a "la fe", no son ni guardar el sábado, ni no adorar ídolos, ni no comer cerdo. Todo esto está muy bien, pero no será la medida en que se verá juzgada nuestra adhesión a Dios, pues todos convendremos en que muchos que no han guardado jamás el sábado, se han postrado ante ídolos, y han comido cerdo, hacen parte del Reino de Dios. La Ley por la que, según Jesús en su parábola, son juzgados los creyentes, es la Ley de la compasión. Los que entran son los que se preocuparon y se ocuparon de los que sufren. Como dirá Juan, "Nadie que no ama puede decir que conoce a Dios, porque Dios es amor".

Por eso la fe y las obras no son disyuntivas sino copulativas. Por eso Pablo puede decir que la justificación es mediante la fe, y Santiago que la fe sin obras es muerta. No hay adhesión (fe) sin compasión (obras). La salvación proviene única y exclusivamente de la gracia de Dios. Pero nadie que se confronta con su proyecto del Reino, y se adhiere a él, puede vivir sin compasión. Si lo hace, demuestra que su adhesión no es verdadera y que, por lo tanto, no pertenece al Reino. Por consiguiente, quien no se ha adherido formalmente al Reino, quien no profesa ninguna religión, quien no ve a Dios en ningún sitio, pero vive preocupado y ocupado por el sufrimiento de los demás, se ha hecho permeable a la influencia de Dios, aun sin saberlo, y heredan el Reino preparado para ellos, según Jesús, desde la creación del mundo.

Ésta es la fe que produce obras. Obras que no buscan el trueque interesado, ni alcanzar algún tipo de justificación, sino que son la normal consecuencia de haber abrazado un proyecto de vida, del que la compasión es el eje central.

Casi podríamos decir, con Pablo y Santiago al unísono, que la salvación es mediante la fe, pero que la fe sin compasión es como si estuviese muerta...

lunes, 9 de agosto de 2010

La ley del cristiano vs. la ley de la religión infantil

SALMO 19

Al leer este salmo he sentido lo siguiente: la ley de Dios hace feliz al creyente, lo alegra, le hace suave y agradable la vida…

¿Es una broma o hay que tomárselo en serio?

¿Es fácil percibir la ley como algo que hace feliz? La sensación general que solemos tener es la contraria. ¡Qué hermosa sería la vida sin leyes!

Por eso me pregunto: ¿Es cierto que las leyes de Dios, sus mandamientos, alegran el corazón del creyente y lo hacen feliz?

Más bien parece que para ser feliz hay que librarse de la ley, aunque ésta sea divina. Toda ley coarta nuestra libertad, nos impone una obligación y una posterior sanción, nos exige una determinada forma de conducirnos… y todo esto nos irrita y nos subleva, aunque terminemos por resignarnos ante lo inevitable.

Una vez leí un texto de Gabriel Celaya que me pareció paradigmático:

“No cojas la cuchara con la mano izquierda. No pongas los codos en la mesa. Dobla bien la servilleta. Eso, para empezar. Extrae la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece. ¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes? Te pondré un cero en conducta si hablas con tu compañero. Eso, para seguir. ¿Te parece correcto que un ingeniero haga versos? La cultura es un adorno, y el negocio es el negocio. Si sigues con esa chica, te cerraremos la puerta. Eso, para vivir. No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto. No bebas. No fumes. No tosas. No respires. ¡Ay sí, no respirar! Dar el no a todos los noes. Y descansar. Morir.”

Todas estas leyes, de más está decirlo, tratan de hacernos “buenos”. Pero, ¿quién quiere ser bueno en estas condiciones? ¿No tienen razón los que prefieren cierta felicidad personal a costa de la tan mentada bondad?

También en el plano religioso sentimos algunos lo mismo. Estamos enredados en mil leyes, que han fijado con minuciosidad todo el proceder del cristiano, desde que nace hasta que muere.

¿Todo esto nos hace más felices y alegra nuestro corazón? ¿Todo esto es más sabroso que la miel, más que el jugo de los panales?

Los pastores y pastoras, para quienes el sistema legislativo aumenta considerablemente, hasta llegar a los más mínimos aspectos de su vida pública y privada, ¿son realmente felices y viven en la alegría de cumplir un código tan complejo y absorbente?

Todo esto me obliga a revisar a fondo este problema, a hacer ciertas distinciones a mi entender necesarias, preguntarme si es cierto que existe un código divino o si, más bien, lo que nos han entregado como Ley de Dios no debe significar, en el fondo, otra cosa.
Al leer el Evangelio comprendí que el problema es muy viejo, y que fue precisamente Jesús el que echó en cara a los fariseos el haber transformado la religión en un código. El capítulo 7 de Marcos es particularmente revelador. Dos aspectos me llaman particularmente la atención:

1. Marcos 7: 6-9
Cuando los fariseos le reprochan a Jesús que sus discípulos no cumplen las leyes relativas al lavado de manos antes de comer, lavado como rito de purificación, Jesús les responde:

“Vosotros abandonáis los preceptos de Dios para cumplir la tradición de los hombres”, no sin recordarles antes lo dicho por Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son sólo leyes de hombres”.

Parece, pues, que muchas de las llamadas leyes de Dios o leyes religiosas, son simplemente preceptos de los hombres que, demasiado preocupados por la defensa de sus intereses, dejan incluso a un lado la auténtica Palabra de Dios.

Por lo tanto, antes de preguntarnos si tales leyes nos hacen felices, pues tal parece ser la voluntad de Dios, tendremos que averiguar si tales leyes no son más bien el arma que algunos esgrimen para someternos con pretextos religiosos.

El Evangelio, entonces, agudiza el espíritu crítico del creyente para que en ningún caso se siente sometido ni dominado por nadie. Y no hay sometimiento más tremendo que el religioso, precisamente porque es un yugo sutil y velado o, mejor, enmascarado.

2. Marcos 7: 14,15
Poco después dijo Jesús a los que lo seguían: “Oídme todos, y entended bien esto: Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro;sino lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre”.

Existe, por lo tanto, un modo infantil de vivir la religión, como si consistiese en el mero cumplimiento de cosas que están fuera de nosotros. Todas las leyes están fuera de nosotros y, según esto, el simple cumplimiento de una ley no nos hace mejores, ni tampoco la mera violación de una ley nos hace peores.

En cambio, los niños se atienen a la norma como a algo absoluto, sin ser capaces de descubrir el valor interior de los actos. Por eso temen el castigo aun en el caso de la mera violación involuntaria de una norma y orden que se les hubiera dado (cuando, por ejemplo, se han hecho pipí en la cama).

Esta inmadurez tiene una consecuencia sumamente perniciosa: tales personas son incapaces de tomar decisiones morales, y dudan en seguir el juicio de la propia conciencia, que el Espíritu de la Creatividad de Dios se emplea a fondo en moldear, según el NT. Son esclavos de la ley y del parecer de los demás. Su conciencia está tan debilitada que hasta llegan a tomar decisiones totalmente contrarias a lo que ellas creen justo, por atenerse a la palabra de Fulano o a la legislación de Mengano. Pero es evidente que cumplir una ley sin asumirla en conciencia (es decir, dejar trabajar al Espíritu) sólo puede producir desazón, amargura, rebeldía o un fuerte complejo de culpa.

Cuando reina esta religión infantil, y estamos tan atentos a lo que está mandado, la religión deja de ser fuente de alegría. Y cuando la fe no produce verdaderas alegría y paz interior, podemos tener la plena seguridad de que ese sentimiento no es de Dios, ni viene de Dios, ni lleva a Dios.

Recuerdo una historia real que me contó un hombre sabio:

El dueño de un perro descubrió que su mascota tenía lombrices. El veterinario le dijo que debía administrarle, vía oral, un medicamento. Pero tendría que hacérselo tragar a la fuerza, pues su sabor no solía gustar a los perros. El amo se puso manos a la obra, tumbó al pobre animal en el suelo e, inmovilizándolo con el peso de su propio cuerpo, le abrió la boca para obligarlo a que se lo bebiese. La mascota se debatió tanto que, entre forcejeo y forcejeo, el frasco de medicamento se cayó al suelo. Jurando en hebreo, el dueño se levantó impotente. Pero, acto seguido, al sentirse liberado del peso que lo oprimía, el perro se acercó al líquido vertido y lo lamió, hasta bebérselo todo. El amo cayó en la cuenta de que de lo que pretendía zafarse su mascota no era del medicamento, sino de su forma de administrárselo…

El evangelio denuncia esa religión en la que el feligrés se siente oprimido por la ley y sus servidores. Allí están los escribas y fariseos encima de los fieles para espiar sus actos, y ver si cumplen o si violan, si conocen al dedillo todo lo que fue escrito en los manuales, en lugar de preocuparse de que vivan conforme a la conciencia que va moldeando el Espíritu en el corazón de quien se entrega a Dios, primera ley a la que debe atenerse todo creyente que se precie de tal.

¡Triste papel el de estos servidores de la religión, y lastimosa situación la de estos feligreses! ¿Qué pueden pensar de Dios y de su amor cuando son tratados así por los que se dicen sus mejores conocedores y fieles intérpretes? Empiezan a hacerse imágenes desvirtuadas de nuestro Padre del Cielo, convertido entonces en el Dios del miedo y del castigo, que nada tiene que ver con el revelado por Jesucristo.

Desgraciadamente, en no pocas ocasiones, éste es el Dios al que se nos enseñó a rendir culto y, por más que hablamos de Dios-Amor, Dios-Padre, y otras cosas por el estilo, en el fondo de nuestro yo más íntimo, en nuestro más recóndito inconsciente, el Dios que manda en nuestras vidas es el de la ley, a pesar de esas Cartas de San Pablo que, felizmente para muchos…, son casi totalmente desconocidas por tantos y tantos cristianos. ¡Cuántos autoritarismos piadosos se vendrían abajo, cuántos dictadores de comunidades religiosas se verían confundidos, cuántos códigos habría que quemar si solamente se leyera sin prejuicio alguno la Carta de San Pablo a los Gálatas, por poner un ejemplo!

Si analizamos un poco más la situación descubrimos que, cuando los seres humanos quisieron dominar a sus semejantes, y no se atrevieron a hacerlo por la fuerza bruta o el simple capricho -pues esto, naturalmente, repugna un poco-, apelaron a supuestas leyes de Dios, redactadas (de más está decirlo…) en sus despachos y, siempre que se podía, con el apoyo de alguna cita bíblica fuera de contexto, naturalmente. ¡La Biblia, en algunas manos, da para todo! Hasta para vender esclavos, o torturar, o aplicar la pena de muerte, o apedrear a adúlteras y a homosexuales. Nuestra historia (la de todos) es testimonio elocuente de cómo fueron las peores dictaduras las que siempre se revistieron de ropaje religioso para implantar su orden, que los súbditos tenían que observar como ley de Dios.

Lo mismo suele suceder en muchas comunidades cristianas, congregaciones religiosas, instituciones educativas, etc. Cada vez que queremos dominar a otros e imponerles nuestra voluntad, nos transformamos en creyentes piadosos e inspirados. Luego, en nombre de Dios, les recordamos a nuestros correligionarios lo que Él, por nuestro medio (¡claro está!), ha ordenado para el bien y la felicidad de todos.

¿Hay que sorprenderse de que en un mundo cristiano, así gestado y vivido, haya surgido un brote tan iracundo de antieclesialismo y de ateísmo? ¿Qué persona normal, adulta, sensata y con un mínimo de dignidad, puede confiar en un Dios tan tirano y cruel, a juzgar por los que se dicen sus fieles intérpretes?

Los creyentes del siglo XXI hemos madurado lo suficiente como para afirmar que:

1. Nada impuesto desde afuera o desde arriba produce alegría y paz.

2. Nada que engendre temor o complejo de culpa nos hace felices. 3. Nada que esté atado a una sanción ulterior es causa de sosiego y esperanza.

Por lo tanto, una de dos:

1. O las leyes de Dios no reúnen las anteriores condiciones y, entonces, no hay más remedio que dejarlas de lado…

2. O, como dice el salmo, todo lo que viene de Dios es causa y fuente de alegría y paz y, por lo tanto, toda ley llamada “de Dios” pero que produzca temor, o sea una simple imposición, debe ser denunciada como invento de los hombres para dominar a los demás, tal como ya lo denunció Jesús en su época.

Es decir: no estoy defendiendo el no a la ley de Dios sino a la ley, como dice Pablo, expresada como ordenanzas impuestas (Ef. 2:15)

¿Debo elegir, por lo tanto, el camino de la anarquía y preconizar la ausencia total de leyes en el seno de las comunidades religiosas? Si los únicos términos a elegir fueran anarquía o represión, no habría mucho que pensar, al menos a mi entender. Pero un creyente maduro comprende que vivir en comunidad exige ciertas normas de convivencia pacífica que hay que cumplir. ¿Volvemos a las normas, entonces? Quizá… Pero normas que no deben ser elaboradas desde arriba y sin nuestra participación, sino que deben ser el fruto de un acuerdo de todos. Y, ante todo, germinando en el corazón como fruto del Espíritu.

Entiendo que siempre necesitaremos ciertas normas para regular tantos aspectos simples o complejos de la convivencia humana. Lo importante es que todos seamos llamados, también en la Iglesia, para pensar cuál es la mejor forma de convivencia. El paternalismo, tan común en las comunidades religiosas, con el que se imponen normas a los fieles bajo el pretexto de que es por su propio bien, es un autoritarismo disfrazado, pero sus consecuencias son las mismas: la inmadurez y la esclavitud espiritual de los súbditos-fieles.

Optimista como soy, pienso que muchos brotes de rebeldía, y muchas agresividades en la Iglesia se hubieran podido evitar si se hubiera llamado a todos a construir esto que llamamos “comunidad”, pero que en la práctica parece ser la cosa de unos pocos que piensan y deciden por la mayoría, que sólo es “comunidad-de-obediencia”.

¿Puede un creyente de tales comunidades leer el Salmo 19 sin sentir en su corazón una terrible lucha, ya que, como si la burla fuera poca, como buen siervo debe mostrarle el rostro sonriente al amo y decirle: tu ley me hace muy feliz?

La respuesta a esta pregunta, y las reflexiones que conlleve, serán para la próxima entrada…

martes, 13 de julio de 2010

EMAÚS

Lucas 24:13-35

Jesús muerto y resucitado es la razón de ser de nuestra fe cristiana, el núcleo de nuestra esperanza, el impulsor de nuestra lucha y compromiso con el mundo nuevo, el centro del testimonio que queremos dar en medio de la sociedad. Pero ¿cómo y dónde experimentamos hoy, los creyentes, la presencia de Jesús resucitado?

Muchos cristianos creen que la fe es algo que puede vivirse aparte de la vida diaria; como si fuera un añadido a ella. Y así, buscan a Dios o a Jesús fuera del compromiso por un mundo fraterno. No saben, o no quieren saberlo, que la fe es un encuentro con Jesús que se produce y desarrolla en los acontecimientos de la vida ordinaria. En ellos surge la noticia de lo que sucede. Mientras se camina, hay tiempo para reflexionarlos, interpretarlos, y asimilarlos. Sentados no podemos llegar a ninguna parte.

El mismo día de la resurrección, dos discípulos caminan hacia la aldea de Emaús, situada a unos doce kilómetros al noroeste de Jerusalem. Habían perdido a Jesús, y se dispersan; dejan el grupo de los discípulos y vuelven a su mundo viejo, a sus ocupaciones pasadas, como si la persona y el mensaje de Jesús hubieran sido un simple paréntesis de ilusión en el caminar de sus vidas.

¿Quiénes eran estos dos caminantes? Nunca lo sabremos con seguridad. Ríos de tinta se han vertido al respecto, pero nadie lo tiene claro. Casi siempre hemos pensado que eran dos varones, pero yo creo que eran pareja. Pareja de hombre y mujer, claro. En aquellos tiempos era difícil ver, con una cierta normalidad (situación hoy felizmente superada), una pareja de otro tipo…

El hecho de que vivan en la misma casa es ya una pista. Pero claro, podrían ser hermanos. Sin embargo, la insistencia en que Jesús se quede a cenar me hace sospechar aún más. Esa hospitalidad femenina, que con cuatro cosas se las arregla para dar de comer. Y esa insistencia típica de las madres: ¡A comer! ¡Cómetelo todo! ¡No te dejes nada en el plato! ¿Cómo que no tienes más hambre…? ¿Te pasa algo, cariño, estás enfermo? El texto dice, literalmente, que “lo obligaron a quedarse a cenar”. Creo que sólo una mujer puede ser tan convincente en lo relativo a la comida.

Además, esa preocupación típica de las madres para que no vayamos por la calle solos de noche… Dice el texto que le pidieron “Quédate un nuestra casa, porque se ha te ha hecho tarde, y ya es de noche”. Esas mamás que velan hasta la llegada a casa de sus hijos fiesteros, mientras el papá ronca a pierna suelta. Y tú entrabas a tu habitación sin hacer ruido, encendías la luz y… ¡pafff! allí estaba ella sentada en tu cama, esperándote desvelada… "Pero mamá, ¿qué haces levantada a estas horas?" Y mamá que te pregunta "¿Te preparo algo de comer, me has comido bien por ahí afuera…? A saber lo que te habrán dado? Venga, que te preparo algo rápidamente". Otra vez la comida…

Y por último, hay otro detalle que me hace sospechar que los caminantes eran marido y mujer: que sólo se menciona a uno de ellos, Cleofás. Lo normal hubiera sido que si los dos eran varones, se hubiese filtrado el nombre de los dos. Pero si uno de ellos era la esposa del otro, conforme a la costumbre de aquel tiempo, sólo se menciona al varón. Sí, a mí me parece que los caminantes eran marido y mujer. Y aquella pareja de enamorados, que un día se habían enamorado a su vez de Jesús, andan ahora abatidos. Quizá pensando en que ese mundo mejor, propuesto por el Maestro y que esperaban legar a sus futuros hijos, ya no sería posible.

Los dos se alejan de Jerusalem, en donde siguen reunidos los discípulos a puerta cerrada. La ruina de la comunidad es total. El futuro del cristianismo está en juego. Todo va a decidirse, al todo o nada, en las próximas horas.

Así que Jesús les sale al encuentro como un caminante más. Para su sorpresa, este súbito acompañante no vive en la desesperanza. Está sereno y confiado. Pero ¿por qué estos dos discípulos no pueden reconocer a Jesús, si han vivido con él los momentos más extraordinarios de sus vidas? Porque tienen vendados los ojos a causa de lo increíble del mensaje pascual. Encerrados en su pena, paralizados por la autocompasión, no pueden ver nada. Ni siquiera le preguntan cómo se llama. Sólo hablan y hablan de su situación perdida. Son ellos el centro de toda la charla. Lucas, el evangelista de la sensibilidad humana, nos descubre el drama íntimo de aquellos discípulos de Jesús que, frente a todo pronóstico, son incapaces de ver a Jesús, y nos insinúa que para ver al Maestro resucitado la primera condición es ver al hombre que camina a nuestro lado. Quien no ve al prójimo, no puede ver a Jesús.

“¿Cuál es esa conversación que os traéis mientras vais de camino?”, les pregunta el Maestro. La pareja ha oído el anuncio de las mujeres, han visto el sepulcro vacío. Pero esto no basta para convencerles: a él no lo han visto.

Su problema es muy serio… y muy actual. No podrán (y no podremos) ver a Jesús mientras no modifiquen (modifiquemos) la idea que se han formado de él, mientras no comprendan (comprendamos) lo más esencial: que su reino no tiene nada que ver con el poder, porque es el reino del amor en el servicio. ¿Cómo lo van a reconocer, cómo lo vamos a reconocer en ese hombre común que se les ha unido en el camino?

Los discípulos de Emaús son la expresión de los cristianos de hoy y de siempre, que vivimos tantas veces desilusionados, y desengañados. Cleofás y su mujer reflejan nuestra situación actual, personal y comunitaria, de desánimo, oscuridad, falta de ilusión, quejas sin búsqueda de soluciones, huída de la comunidad. Cristianismo éste, el nuestro también, de fáciles lamentaciones, y de constantes incertidumbres y dudas.

Nuestra esperanza está escasamente proyectada hacia el futuro, por lo que ya no es esperanza, sino mero cálculo humano, cerrado a la poderosa intervención divina. Vivimos, a veces, como si el Maestro no estuviera vivo, y se nos hace irreconocible por nuestro cansancio, pereza, aplazamientos, cobardía, o individualismo. Pero en cuanto le dejan, el Maestro empieza a hablarles de las Escrituras.

Hemos de reconocer que los cristianos no sabemos leer las Escrituras. Conocemos superficialmente las narraciones, pero no profundizamos en su sentido. Necesitamos volver a las fuentes, como hizo el Maestro con aquellos dos discípulos por el camino. Necesitamos descubrir el misterio de la existencia humana en el misterio de Jesús, que nos sitúa en el verdadero camino humano y divino: el del amor y el del servicio, a vida o muerte.

Y llegan al término del viaje. Jesús pretende seguir caminando, pero es invitado a que se quede con ellos. Y lo que aún no había conseguido el Maestro con sus explicaciones, lo conseguirá con sus gestos. Al partir Jesús el pan, lo reconocieron. Quizá porque vieron las marcas de los clavos en sus muñecas, y cayeron de repente en la cuenta. Entonces la fe despierta, y el corazón es invitado a ver más allá de las apariencias. Jesús resucitado está allí, iluminando la aventura de la vida futura, que se abre camino.

"Pero tan pronto como lo reconocieron, despareció de su vista". Porque el cristiano no ha sido llamado a la vida contemplativa, como a los apóstoles no se les permitió plantar tiendas en el monte de la transfiguración. Ahora comprenden lo que les sucedía cuando el extraño acompañante les explicaba las Escrituras por el camino: les parecía que les ardía el corazón.

Siempre permanecerá en el misterio saber con precisión cómo llegaron esos dos caminantes a este nuevo conocimiento de Jesús. Pero lo que sí sabemos es cuál fue su reacción después de haber abierto los ojos a lo imposible. Los dos discípulos, olvidando su cansancio y que la noche ya se había echado, se levantan y corren, locos de alegría, a comunicar la gran noticia al resto de los discípulos. El descubrimiento les lleva necesariamente a compartir, a la comunicación, al testimonio. Nada podía ser ya como antes.

Así que vuelven con sus hermanos. Su puesto está allí, en la edificación de la comunidad de seguidores de Jesús, en el testimonio de lo que han descubierto. Saben ahora que el Maestro ha resucitado, y quieren convencer al resto. ¡Y se encuentran con que la comunidad está celebrando lo mismo que ellos!, porque Jesús se ha aparecido también a Pedro. ¡Qué lección para las distintas denominaciones cristianas! Pensando que sólo unos disponen de la buena noticia del verdadero Jesús resucitado, descubrimos que los otros también han disfrutado de su aparición, y que celebran, con la misma alegría que nosotros, su presencia entre ellos. Porque Jesús es un Maestro indómito, que no se deja encadenar por grupos o denominaciones. Él quiere estar con todos y en todos. Y a todos se aparece, para alegría de todos.

Después de aquello, la suerte estaba echada. El futuro del cristianismo se había jugado al todo o nada, aquella misma noche, y Jesús había ganado la partida. Desde aquel momento, la incipiente comunidad cristiana desbordó de pasión por la comunicación del nuevo Reino de Dios. Aquellos hombres y mujeres, antes temerosos, acobardados y desanimados, se convirtieron en la semilla de lo que hoy disfrutamos y celebramos como cristianos. Ya no echaban de menos el tiempo de la vida terrena de Jesús. En medio de las más duras persecuciones (el libro de los Hechos de los Apóstoles está plagado de ellas), de los fracasos y de los golpes, eran capaces de experimentar que el Señor estaba en medio de ellos, más vivo que nunca.

Hoy, la historia puede repetirse. Sólo tendremos que estar dispuestos caminar un ratito al lado de ese extraño personaje que se nos acerca y nos pregunta así, como quien no quiere la cosa, “¿De qué estáis hablando, y por qué estáis tan tristes…?”.

De ahora en adelante, podremos encontrar al Maestro en nuestros caminos. Viaja de incógnito. Es uno cualquiera, tiene el aspecto común de las personas comunes. Y nos espera para una cita con lo imprevisible…