miércoles, 28 de abril de 2010

EL CHICO DEL SÍ PERO NO...

En la reflexión de hace unos días, a propósito de la parábola en la que el hijo que dijo a su padre que no iba a la viña, después fue, y el que dijo que sí iba, después no fue, veíamos cómo Dios puede, sabe y quiere utilizar la rebelión del hombre para hacerse presente en su vida, de una manera sorprendente.

Avanzábamos, incluso, que parece imprescindible, al principio al menos, una cierta actitud rebelde para que el ser humano se reafirme como tal; para que llegue a ser consciente de la hondura de su propia libertad y esté en condiciones, entonces, de construir una vida plena con su Padre del Cielo. Decir que no, significa descubrirse como ser independiente, capaz de tomar sus propias decisiones y, así, asumir que si es libre para negarse a recibir el amor de Dios, también lo será para abrirse a su ternura. Todos los pasos que el chaval de la parábola que nos ocupa dio, de forma libre y voluntaria para alejarse de la voluntad de su padre, puede darlos para desandar ese camino, en el uso de esa misma libertad.

Hoy os propongo seguir de cerca al segundo hermano; al que prometió ir, pero después no fue.

Segundo caso: una conducta sumisa y conformista conduce al fracaso del proyecto humano.

Es la otra cara de la moneda. Desgraciadamente, muchas veces en el cristianismo hemos confundido obediencia con sumisión, respuesta con sometimiento, entrega con opresión. Puede ser interesante observar, para comprender mejor el sentido del término “obediencia” proviene del latín “audire”, que significa “escuchar” o “estar en actitud de escucha”. Obedecer, entonces, no es someterse al otro porque es autoridad o puede más que nosotros. Es escuchar su llamada, escucharla desde dentro de uno mismo, como una invitación a salir al encuentro del otro. Esa respuesta que se da, libremente, es auténtica obediencia.

El gran peligro de nuestra formación cristiana es el aplastamiento del individuo ante el peso de las órdenes impuestas. Las personas conformistas, o las que piensan especular después con el sometimiento servil, se colocan la máscara de la obediencia, pero sólo es una máscara. Hay muchas maneras de adoptar esta postura: el cumplimiento rutinario del conjunto de normas establecidas por la comunidad, que nos permite no cuestionarnos la validez de todas nuestras otras acciones; la exhibición del conocimiento, de la teología, de los más pequeños vericuetos que hacen diferente y único a nuestro grupo religioso, que nos da la apariencia de creyentes aunque pueda dejar incólumes las áreas del afecto; la sumisión a la autoridad religiosa, medrando a la sombra de los que mandan, con lo que salvamos muy bien nuestro prestigio dentro de la institución mientras que nuestro mundo interior permanece ajeno a todo proceso de cambio…

De esta religiosidad enmascarada se ha hablado mucho a lo largo de los siglos, pero parece como si los cristianos temiéramos deshacernos de ella totalmente. Las apariencias pesan demasiado como para que tengamos el coraje de mostrarnos tal y como somos.

Importante, a mi entender, esta segunda conclusión: jamás confundamos la aceptación de la fe con un simple sometimiento a normas y prescripciones que se dicen venidas de lo alto. Nada más opuesto al evangelio que esta actitud que, al prostituir al hombre, imposibilitándolo para todo proceso de liberación interior, termina por prostituir también la imagen de Dios, como si Él fuese el endiosamiento de la prepotencia.

“La verdad os hará libres…” dijo Jesús. Y cada página del evangelio corrobora esta afirmación. La aceptación del evangelio no es lo primero en la vida del creyente. En todo caso, es el fruto de un proceso que implica, necesariamente, reflexión, paciencia, opción libre y compromiso. Si estos ingredientes, la viña acabará por quedarse vacía. Porque, sin ellos, el que dijo que iba acabará por no ir, y el que dijo que no iría se mantendrá firme en su decisión, porque nada lo moverá al cambio de actitud necesario.

Desde la indiferencia humana, Dios poco puede hacer. Desde la rebeldía, sin embargo, aunque plantea un serio problema a nuestro Padre del Cielo, es algo que Él puede resolver porque no implica pasividad, sino movimiento. En ese movimiento el Espíritu de Dios puede actuar y, sorprendentemente, no se sabe de dónde viene, ni adónde va, porque no para de moverse a la sombra de nuestros propios pasos. Y es que Dios no pierde nunca la paciencia…

jueves, 8 de abril de 2010

EL CHICO DEL NO PERO SÍ...

“Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar a la viña. Pero el chico le contestó: No quiero. Sin embargo, después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Y le contestó: De acuerdo, iré. Pero después no fue…” (Mateo 21:28-30)

Hoy quiero proponeros una reflexión, en dos partes (una hoy y otra la semana que viene), sobre la historia ficticia de dos chicos. O quizá no tan ficticia. Es lo que tienen las parábolas de Jesús. Que son tan escandalosas, que preferimos pensar que son inventadas. Sin embargo, sólo tenemos que echar un vistazo a nuestras comunidades para caer en la cuenta de que no son tan irreales como a veces nos parecen. Y de escándalo en escándalo, vamos comprendiendo toda la novedad del mensaje de Jesús.

Esta historia de Jesús es ilustrativa. El hijo que parecía desobediente resultó ser obediente, y el que parecía sumiso resultó rebelde.

La explicación inmediata la dio el mismo Jesús: hay en el pueblo de Dios quienes afirman con sus labios cumplir su voluntad, pero en realidad después sólo hacen sus caprichos; hay también quienes en un primer momento rechazan la Palabra con una vida disoluta y, a nuestros ojos, inmoral, pero cuando llega el momento de la verdad reconcilian su vida con el Padre. De esta forma, y como vemos al final de nuestra parábola de hoy, la gente con peor fama entra en el Reino de Dios, mientras que los sacerdotes, ancianos y fariseos se quedan fuera.

Jesús analiza en pocos trazos la actitud religiosa de dos grupos bien definidos de creyentes; o, para ser mas exactos quizá, dos momentos que pueden darse en un mismo creyente, o dos aspectos de una misma persona que se dice religiosa.

Primer caso: un chico de una conducta rebelde pasa a la aceptación de la voluntad de Dios. Ante la invitación del padre a trabajar en la viña, el primer hijo responde espontánea y taxativamente: No quiero. Pero después se lo piensa mejor y va a trabajar.

Tal persona se nos presenta, al menos en primera instancia, como un rebelde. Ve la voluntad del padre como una imposición a la suya propia; la rebeldía es casi la afirmación de su identidad, más que el rechazo al padre. Es la situación típica del adolescente, que necesita afirmarse como persona a través de muchos noes agresivos.

La parábola parece considerar normal en la vida del creyente una primera actitud de rebeldía. En efecto, un servil sometimiento a Dios sería precisamente lo opuesto a la voluntad de Dios, libre para amar y deseoso de una respuesta libre por parte del hombre. En la medida en que éste se siente capaz de rebelarse y lo hace, se afirma como hombre, como si se diera cuenta de que entregar su propia voluntad en manos de otro, de forma indiscriminada, es algo que atenta gravemente contra sí mismo.

Así que puede haber un tiempo en la vida del creyente en que tiene derecho a decir NO a Dios; tiene derecho a medir el significado de una entrega que en ningún caso puede significar la renuncia a su propia identidad y opción. Podemos llegar a la conclusión, incluso, de que ese primer rechazo no es visto por Dios como algo aborrecible por sí mismo, en la medida en que es la afirmación del hombre en su derecho a elegir. Lo que sí aborrece Dios es la actitud farisaica y santurrona de quienes ya se consideran justos y sin necesidad de cambio alguno. Ésta es una de las escandalosas conclusiones de esta parábola: El rechazo a Dios puede jugar un papel positivo en la vida de fe, en la medida que nos permite vernos como somos para saber después lo que elegimos. Dios prefiere ese largo camino, saturado de libertad y de fracasos, al camino corto de los que dicen sí a todo pero no se comprometen en serio con nada.

Sin embargo, es importante insistir en que la parábola no alaba el rechazo al padre como tal, sino el proceso de ese hijo que pudo, desde un rechazo instintivo y violento, llegar hasta una aceptación voluntaria y reflexionada de la petición del padre.

Una vez más resalta la pedagogía del Reino de Dios, tan opuesta y distinta a la pedagogía que está al servicio de los intereses de una institución religiosa; la pedagogía del Reino no tiene prisa en recoger frutos del hombre, no quiere frutos prematuros, que después se echarán a perder por la helada tardía. Dios sabe esperar al hombre, le deja tiempo para que piense sus decisiones, para que reflexione sobre todo el alcance de un compromiso que, para ser tal, debe tener sus raíces bien enganchadas a la tierra. Un Dios que no se escandaliza por la debilidad humana, ni por el pecado, ni por la rebeldía: por ese trance ha de pasar todo aquél que quiera comprometerse de verdad con el Padre. La rebeldía nos otorga la experiencia de las ataduras interiores, y eso tiene un valor inmenso a la hora de elegir.

Me admira descubrir a este Dios tan humano, tan maduro en respetar al otro, aun en una decisión adversa. Porque toda pedagogía de liberación pasa por ese trance doloroso, sí, pero inevitable: ser consciente de que si no se es uno mismo cuando se escoge, en un acto libre, toda respuesta que se dé no tiene valor. Se trata de una pedagogía escandalosa, que jamás aceptarán quienes no gozan de su propia libertad interior; sólo personas serviles y domesticadas pueden exigir una respuesta servil y domesticada al creyente.

Consoladora conclusión a esta primera reflexión: Dios nos da tiempo para que respondamos; no nos apresura a escribir con buena letra antes de tiempo. Más bien nos propone estudiar y reflexionar el Evangelio; probar, si es el caso, otros esquemas de vida; afirmar nuestra personalidad de alguna manera… para que nuestra opción de fe sea sentida como un gesto esencialmente libre y comprometido. Es importante que el hombre que busca vivir en libertad lo consiga. Jesús tiene la seguridad de que su Buena Noticia no defraudará al hombre sincero. Por eso nos espera. Arriesga por nosotros mucho más de lo que nosotros arriesgamos: respeta, espera y confía. Hasta ahí llega él. El resto es cosa nuestra…