lunes, 9 de agosto de 2010

La ley del cristiano vs. la ley de la religión infantil

SALMO 19

Al leer este salmo he sentido lo siguiente: la ley de Dios hace feliz al creyente, lo alegra, le hace suave y agradable la vida…

¿Es una broma o hay que tomárselo en serio?

¿Es fácil percibir la ley como algo que hace feliz? La sensación general que solemos tener es la contraria. ¡Qué hermosa sería la vida sin leyes!

Por eso me pregunto: ¿Es cierto que las leyes de Dios, sus mandamientos, alegran el corazón del creyente y lo hacen feliz?

Más bien parece que para ser feliz hay que librarse de la ley, aunque ésta sea divina. Toda ley coarta nuestra libertad, nos impone una obligación y una posterior sanción, nos exige una determinada forma de conducirnos… y todo esto nos irrita y nos subleva, aunque terminemos por resignarnos ante lo inevitable.

Una vez leí un texto de Gabriel Celaya que me pareció paradigmático:

“No cojas la cuchara con la mano izquierda. No pongas los codos en la mesa. Dobla bien la servilleta. Eso, para empezar. Extrae la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece. ¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes? Te pondré un cero en conducta si hablas con tu compañero. Eso, para seguir. ¿Te parece correcto que un ingeniero haga versos? La cultura es un adorno, y el negocio es el negocio. Si sigues con esa chica, te cerraremos la puerta. Eso, para vivir. No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto. No bebas. No fumes. No tosas. No respires. ¡Ay sí, no respirar! Dar el no a todos los noes. Y descansar. Morir.”

Todas estas leyes, de más está decirlo, tratan de hacernos “buenos”. Pero, ¿quién quiere ser bueno en estas condiciones? ¿No tienen razón los que prefieren cierta felicidad personal a costa de la tan mentada bondad?

También en el plano religioso sentimos algunos lo mismo. Estamos enredados en mil leyes, que han fijado con minuciosidad todo el proceder del cristiano, desde que nace hasta que muere.

¿Todo esto nos hace más felices y alegra nuestro corazón? ¿Todo esto es más sabroso que la miel, más que el jugo de los panales?

Los pastores y pastoras, para quienes el sistema legislativo aumenta considerablemente, hasta llegar a los más mínimos aspectos de su vida pública y privada, ¿son realmente felices y viven en la alegría de cumplir un código tan complejo y absorbente?

Todo esto me obliga a revisar a fondo este problema, a hacer ciertas distinciones a mi entender necesarias, preguntarme si es cierto que existe un código divino o si, más bien, lo que nos han entregado como Ley de Dios no debe significar, en el fondo, otra cosa.
Al leer el Evangelio comprendí que el problema es muy viejo, y que fue precisamente Jesús el que echó en cara a los fariseos el haber transformado la religión en un código. El capítulo 7 de Marcos es particularmente revelador. Dos aspectos me llaman particularmente la atención:

1. Marcos 7: 6-9
Cuando los fariseos le reprochan a Jesús que sus discípulos no cumplen las leyes relativas al lavado de manos antes de comer, lavado como rito de purificación, Jesús les responde:

“Vosotros abandonáis los preceptos de Dios para cumplir la tradición de los hombres”, no sin recordarles antes lo dicho por Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son sólo leyes de hombres”.

Parece, pues, que muchas de las llamadas leyes de Dios o leyes religiosas, son simplemente preceptos de los hombres que, demasiado preocupados por la defensa de sus intereses, dejan incluso a un lado la auténtica Palabra de Dios.

Por lo tanto, antes de preguntarnos si tales leyes nos hacen felices, pues tal parece ser la voluntad de Dios, tendremos que averiguar si tales leyes no son más bien el arma que algunos esgrimen para someternos con pretextos religiosos.

El Evangelio, entonces, agudiza el espíritu crítico del creyente para que en ningún caso se siente sometido ni dominado por nadie. Y no hay sometimiento más tremendo que el religioso, precisamente porque es un yugo sutil y velado o, mejor, enmascarado.

2. Marcos 7: 14,15
Poco después dijo Jesús a los que lo seguían: “Oídme todos, y entended bien esto: Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro;sino lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre”.

Existe, por lo tanto, un modo infantil de vivir la religión, como si consistiese en el mero cumplimiento de cosas que están fuera de nosotros. Todas las leyes están fuera de nosotros y, según esto, el simple cumplimiento de una ley no nos hace mejores, ni tampoco la mera violación de una ley nos hace peores.

En cambio, los niños se atienen a la norma como a algo absoluto, sin ser capaces de descubrir el valor interior de los actos. Por eso temen el castigo aun en el caso de la mera violación involuntaria de una norma y orden que se les hubiera dado (cuando, por ejemplo, se han hecho pipí en la cama).

Esta inmadurez tiene una consecuencia sumamente perniciosa: tales personas son incapaces de tomar decisiones morales, y dudan en seguir el juicio de la propia conciencia, que el Espíritu de la Creatividad de Dios se emplea a fondo en moldear, según el NT. Son esclavos de la ley y del parecer de los demás. Su conciencia está tan debilitada que hasta llegan a tomar decisiones totalmente contrarias a lo que ellas creen justo, por atenerse a la palabra de Fulano o a la legislación de Mengano. Pero es evidente que cumplir una ley sin asumirla en conciencia (es decir, dejar trabajar al Espíritu) sólo puede producir desazón, amargura, rebeldía o un fuerte complejo de culpa.

Cuando reina esta religión infantil, y estamos tan atentos a lo que está mandado, la religión deja de ser fuente de alegría. Y cuando la fe no produce verdaderas alegría y paz interior, podemos tener la plena seguridad de que ese sentimiento no es de Dios, ni viene de Dios, ni lleva a Dios.

Recuerdo una historia real que me contó un hombre sabio:

El dueño de un perro descubrió que su mascota tenía lombrices. El veterinario le dijo que debía administrarle, vía oral, un medicamento. Pero tendría que hacérselo tragar a la fuerza, pues su sabor no solía gustar a los perros. El amo se puso manos a la obra, tumbó al pobre animal en el suelo e, inmovilizándolo con el peso de su propio cuerpo, le abrió la boca para obligarlo a que se lo bebiese. La mascota se debatió tanto que, entre forcejeo y forcejeo, el frasco de medicamento se cayó al suelo. Jurando en hebreo, el dueño se levantó impotente. Pero, acto seguido, al sentirse liberado del peso que lo oprimía, el perro se acercó al líquido vertido y lo lamió, hasta bebérselo todo. El amo cayó en la cuenta de que de lo que pretendía zafarse su mascota no era del medicamento, sino de su forma de administrárselo…

El evangelio denuncia esa religión en la que el feligrés se siente oprimido por la ley y sus servidores. Allí están los escribas y fariseos encima de los fieles para espiar sus actos, y ver si cumplen o si violan, si conocen al dedillo todo lo que fue escrito en los manuales, en lugar de preocuparse de que vivan conforme a la conciencia que va moldeando el Espíritu en el corazón de quien se entrega a Dios, primera ley a la que debe atenerse todo creyente que se precie de tal.

¡Triste papel el de estos servidores de la religión, y lastimosa situación la de estos feligreses! ¿Qué pueden pensar de Dios y de su amor cuando son tratados así por los que se dicen sus mejores conocedores y fieles intérpretes? Empiezan a hacerse imágenes desvirtuadas de nuestro Padre del Cielo, convertido entonces en el Dios del miedo y del castigo, que nada tiene que ver con el revelado por Jesucristo.

Desgraciadamente, en no pocas ocasiones, éste es el Dios al que se nos enseñó a rendir culto y, por más que hablamos de Dios-Amor, Dios-Padre, y otras cosas por el estilo, en el fondo de nuestro yo más íntimo, en nuestro más recóndito inconsciente, el Dios que manda en nuestras vidas es el de la ley, a pesar de esas Cartas de San Pablo que, felizmente para muchos…, son casi totalmente desconocidas por tantos y tantos cristianos. ¡Cuántos autoritarismos piadosos se vendrían abajo, cuántos dictadores de comunidades religiosas se verían confundidos, cuántos códigos habría que quemar si solamente se leyera sin prejuicio alguno la Carta de San Pablo a los Gálatas, por poner un ejemplo!

Si analizamos un poco más la situación descubrimos que, cuando los seres humanos quisieron dominar a sus semejantes, y no se atrevieron a hacerlo por la fuerza bruta o el simple capricho -pues esto, naturalmente, repugna un poco-, apelaron a supuestas leyes de Dios, redactadas (de más está decirlo…) en sus despachos y, siempre que se podía, con el apoyo de alguna cita bíblica fuera de contexto, naturalmente. ¡La Biblia, en algunas manos, da para todo! Hasta para vender esclavos, o torturar, o aplicar la pena de muerte, o apedrear a adúlteras y a homosexuales. Nuestra historia (la de todos) es testimonio elocuente de cómo fueron las peores dictaduras las que siempre se revistieron de ropaje religioso para implantar su orden, que los súbditos tenían que observar como ley de Dios.

Lo mismo suele suceder en muchas comunidades cristianas, congregaciones religiosas, instituciones educativas, etc. Cada vez que queremos dominar a otros e imponerles nuestra voluntad, nos transformamos en creyentes piadosos e inspirados. Luego, en nombre de Dios, les recordamos a nuestros correligionarios lo que Él, por nuestro medio (¡claro está!), ha ordenado para el bien y la felicidad de todos.

¿Hay que sorprenderse de que en un mundo cristiano, así gestado y vivido, haya surgido un brote tan iracundo de antieclesialismo y de ateísmo? ¿Qué persona normal, adulta, sensata y con un mínimo de dignidad, puede confiar en un Dios tan tirano y cruel, a juzgar por los que se dicen sus fieles intérpretes?

Los creyentes del siglo XXI hemos madurado lo suficiente como para afirmar que:

1. Nada impuesto desde afuera o desde arriba produce alegría y paz.

2. Nada que engendre temor o complejo de culpa nos hace felices. 3. Nada que esté atado a una sanción ulterior es causa de sosiego y esperanza.

Por lo tanto, una de dos:

1. O las leyes de Dios no reúnen las anteriores condiciones y, entonces, no hay más remedio que dejarlas de lado…

2. O, como dice el salmo, todo lo que viene de Dios es causa y fuente de alegría y paz y, por lo tanto, toda ley llamada “de Dios” pero que produzca temor, o sea una simple imposición, debe ser denunciada como invento de los hombres para dominar a los demás, tal como ya lo denunció Jesús en su época.

Es decir: no estoy defendiendo el no a la ley de Dios sino a la ley, como dice Pablo, expresada como ordenanzas impuestas (Ef. 2:15)

¿Debo elegir, por lo tanto, el camino de la anarquía y preconizar la ausencia total de leyes en el seno de las comunidades religiosas? Si los únicos términos a elegir fueran anarquía o represión, no habría mucho que pensar, al menos a mi entender. Pero un creyente maduro comprende que vivir en comunidad exige ciertas normas de convivencia pacífica que hay que cumplir. ¿Volvemos a las normas, entonces? Quizá… Pero normas que no deben ser elaboradas desde arriba y sin nuestra participación, sino que deben ser el fruto de un acuerdo de todos. Y, ante todo, germinando en el corazón como fruto del Espíritu.

Entiendo que siempre necesitaremos ciertas normas para regular tantos aspectos simples o complejos de la convivencia humana. Lo importante es que todos seamos llamados, también en la Iglesia, para pensar cuál es la mejor forma de convivencia. El paternalismo, tan común en las comunidades religiosas, con el que se imponen normas a los fieles bajo el pretexto de que es por su propio bien, es un autoritarismo disfrazado, pero sus consecuencias son las mismas: la inmadurez y la esclavitud espiritual de los súbditos-fieles.

Optimista como soy, pienso que muchos brotes de rebeldía, y muchas agresividades en la Iglesia se hubieran podido evitar si se hubiera llamado a todos a construir esto que llamamos “comunidad”, pero que en la práctica parece ser la cosa de unos pocos que piensan y deciden por la mayoría, que sólo es “comunidad-de-obediencia”.

¿Puede un creyente de tales comunidades leer el Salmo 19 sin sentir en su corazón una terrible lucha, ya que, como si la burla fuera poca, como buen siervo debe mostrarle el rostro sonriente al amo y decirle: tu ley me hace muy feliz?

La respuesta a esta pregunta, y las reflexiones que conlleve, serán para la próxima entrada…

2 comentarios:

  1. Ramón, comparto contigo todas las reflexiones de este artículo. Estoy deseando que pongas la 2º parte.
    UN beso

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  2. Maravillosa reflexión. Santiago la llama "la perfecta Ley de la libertad" (1: 25); si la ley no libera, no es de Dios. Y precisamente la carta de Santiago, tan mal comprendida por su defensa del valor de las obras, ofrece vías de liberación, como esta fantástica definición: "La religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo" (v. 27), y su reivindicación del pobre y el débil frente al rico abusador (4:13-5:8).

    http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

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