Diez leprosos y Jesús. Diez despojos humanos, frente a aquél que había creado al hombre fuerte y hermoso. Es la constante que encontramos en los evangelios: Jesús y los otros. Y entre los dos polos, un abismo insalvable (a simple vista). Jesús y los diez abortos en los que se han convertido los seres humanos al apartarse de Dios. Pero de esos diez abortos, el Maestro va a conseguir, al menos, un recién nacido, un nuevo nacimiento.
miércoles, 24 de febrero de 2010
LOS DIEZ LEPROSOS...
Diez leprosos y Jesús. Diez despojos humanos, frente a aquél que había creado al hombre fuerte y hermoso. Es la constante que encontramos en los evangelios: Jesús y los otros. Y entre los dos polos, un abismo insalvable (a simple vista). Jesús y los diez abortos en los que se han convertido los seres humanos al apartarse de Dios. Pero de esos diez abortos, el Maestro va a conseguir, al menos, un recién nacido, un nuevo nacimiento.
miércoles, 17 de febrero de 2010
EL CHICO DE LA SÁBANA


(Mc.14:51,52)
Me subyuga este personaje de los evangelios. Primero, porque es joven, probablemente adolescente aún. Segundo, porque en esta pequeña historia, de apenas dos versículos, creo descubrir todo un abanico de sensaciones compartidas con este muchacho que quiso seguir a Jesús.
Antes de nada, quiero prestar atención a este "Pero" con que empieza el relato. Porque si hay un "pero", es que la actitud de este joven difiere de la presentada en el versículo anterior. Y así es: los discípulos de Jesús, ésos que durante más de tres años habían andado con El (algunos, incluso, por encima del mar), comido con El (a veces panes y peces de las sobras de un milagro), y dormido con El (es lo que mejor sabían hacer, según el relato evangélico), descubrimos que, al ver que Jesús se dejó arrestar sin ofrecer resistencia, huyeron despavoridos y abandonaron al Maestro. Tuvieron miedo y se "rajaron".
"Pero lo iba siguiendo un joven...". Un muchacho anónimo, sin historia (por lo menos hasta ahora), sin nombre ni ropa, del que sólo se nos cuenta una sesión de "striptease". Quizá, ya acostado, oyó hablar a sus padres del posible arresto del Maestro, y no soportando la idea de no volver a ver a aquél que lo había tenido, probablemente, encima de sus rodillas, y le había dicho al oído que el Cielo era para los chicos como él, se levantó de la cama y, sin tiempo para vestirse, cogió la sábana y salió a la calle en busca de su "ídolo" (en el más estricto sentido del término).
Para cuando lo encontró, en el huerto de Getsemaní, Jesús ya había sido arrestado y estaba siendo conducido al Sanedrín, a fuerza de empujones y de golpes. El muchacho sintió miedo, pero decidió seguirlo de cerca. Tan de cerca, que fue tomado por sospechoso y los soldados intentaron apresarlo, agarrándolo por la sábana.
Creo que el muchacho, para aquel entonces, ya estaba convertido. Si no, no hubiese arriesgado lo que arriesgó. Sus diferentes encuentros con Jesús lo habían marcado profundamente. Así definiría yo la conversión: las marcas imborrables que dejan nuestros encuentros con Jesús, y que nos empujan a echarnos a la calle, para hacer algo por El.
Sin embargo, aunque ya convertido, el chaval falló estrepitosamente en un momento difícil, y abandonó también a Jesús. Porque la conversión no nos hace perfectos, ni infalibles. Convertirse es decir nuestro primer sí sincero al Maestro, en un camino que estará plagado de otros síes, y de muchos noes. La conversión es decidir seguir a Jesús, cueste lo que cueste, aunque no lleguemos a hacerlo siempre de cerca.
El caso del chico de la sábana, que según la tradición era Juan Marcos, nos ayuda a comprender este aspecto de la conversión. Aquel joven huidizo, que volvió a huir, años más tarde, de sus responsabilidades como predicador al lado de Pablo y Bernabé (Hch.I5:37,38), encontró al fin el rumbo, y acabó por escribir nada más y nada menos que el segundo libro del Nuevo Testamento, el evangelio según San Marcos.
No deberíamos dejarnos desesperar por nuestros errores, ni dudar de nuestra conversión cada vez que nos equivocamos. Convertirse es sólo el principio de un camino a recorrer tras las huellas del Maestro. Hay que darle tiempo a Jesús. Ya llegará el día en que lo que ahora nos parece imposible de vencer, no será más que un recuerdo. Juan Marcos es el vivo ejemplo: en un momento de debilidad, o de miedo, huyó de Jesús y se quedó desnudo (como nos quedamos todos, siempre que nos separamos de El), pero supo levantar la cabeza, recobrar la esperanza, y contar su historia, una y otra vez, a los millones de cristianos que cada día leen su evangelio.
Me subyuga este personaje de los evangelios. Primero, porque es joven, probablemente adolescente aún. Segundo, porque en esta pequeña historia, de apenas dos versículos, creo descubrir todo un abanico de sensaciones compartidas con este muchacho que quiso seguir a Jesús.
Antes de nada, quiero prestar atención a este "Pero" con que empieza el relato. Porque si hay un "pero", es que la actitud de este joven difiere de la presentada en el versículo anterior. Y así es: los discípulos de Jesús, ésos que durante más de tres años habían andado con El (algunos, incluso, por encima del mar), comido con El (a veces panes y peces de las sobras de un milagro), y dormido con El (es lo que mejor sabían hacer, según el relato evangélico), descubrimos que, al ver que Jesús se dejó arrestar sin ofrecer resistencia, huyeron despavoridos y abandonaron al Maestro. Tuvieron miedo y se "rajaron".
"Pero lo iba siguiendo un joven...". Un muchacho anónimo, sin historia (por lo menos hasta ahora), sin nombre ni ropa, del que sólo se nos cuenta una sesión de "striptease". Quizá, ya acostado, oyó hablar a sus padres del posible arresto del Maestro, y no soportando la idea de no volver a ver a aquél que lo había tenido, probablemente, encima de sus rodillas, y le había dicho al oído que el Cielo era para los chicos como él, se levantó de la cama y, sin tiempo para vestirse, cogió la sábana y salió a la calle en busca de su "ídolo" (en el más estricto sentido del término).
Para cuando lo encontró, en el huerto de Getsemaní, Jesús ya había sido arrestado y estaba siendo conducido al Sanedrín, a fuerza de empujones y de golpes. El muchacho sintió miedo, pero decidió seguirlo de cerca. Tan de cerca, que fue tomado por sospechoso y los soldados intentaron apresarlo, agarrándolo por la sábana.
Creo que el muchacho, para aquel entonces, ya estaba convertido. Si no, no hubiese arriesgado lo que arriesgó. Sus diferentes encuentros con Jesús lo habían marcado profundamente. Así definiría yo la conversión: las marcas imborrables que dejan nuestros encuentros con Jesús, y que nos empujan a echarnos a la calle, para hacer algo por El.
Sin embargo, aunque ya convertido, el chaval falló estrepitosamente en un momento difícil, y abandonó también a Jesús. Porque la conversión no nos hace perfectos, ni infalibles. Convertirse es decir nuestro primer sí sincero al Maestro, en un camino que estará plagado de otros síes, y de muchos noes. La conversión es decidir seguir a Jesús, cueste lo que cueste, aunque no lleguemos a hacerlo siempre de cerca.
El caso del chico de la sábana, que según la tradición era Juan Marcos, nos ayuda a comprender este aspecto de la conversión. Aquel joven huidizo, que volvió a huir, años más tarde, de sus responsabilidades como predicador al lado de Pablo y Bernabé (Hch.I5:37,38), encontró al fin el rumbo, y acabó por escribir nada más y nada menos que el segundo libro del Nuevo Testamento, el evangelio según San Marcos.
No deberíamos dejarnos desesperar por nuestros errores, ni dudar de nuestra conversión cada vez que nos equivocamos. Convertirse es sólo el principio de un camino a recorrer tras las huellas del Maestro. Hay que darle tiempo a Jesús. Ya llegará el día en que lo que ahora nos parece imposible de vencer, no será más que un recuerdo. Juan Marcos es el vivo ejemplo: en un momento de debilidad, o de miedo, huyó de Jesús y se quedó desnudo (como nos quedamos todos, siempre que nos separamos de El), pero supo levantar la cabeza, recobrar la esperanza, y contar su historia, una y otra vez, a los millones de cristianos que cada día leen su evangelio.
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